Me equivoqué
Suelo equivocarme de una manera muy específica. Me quedo rezagado. Como columnista de un periódico, me pagan por tener una habilidad inusual: la observación cuidadosa. Pero a veces simplemente soy lento. Sufro de un desfase intelectual.
Cuando estudiaba el bachillerato y la universidad, era un socialista democrático. Me fascinaban los radicales de izquierda de la década de 1930. Veía el mundo a través del prisma de la lucha de clases. Pero cuando era estudiante universitario a principios de la década de 1980, ese ya no era el panorama económico. Estados Unidos estaba en una coyuntura de estanflación: había mucho desempleo y, al mismo tiempo, la inflación estaba por los cielos. Con el paso de los años, los grupos con intereses especiales habían congestionado la economía con regulaciones demasiado onerosas, normas laborales, estructuras tributarias perversas y todas las demás sinecuras que los economistas llaman “búsqueda de rentas”.
Estados Unidos necesitaba un golpe de dinamismo para subir los ánimos del emprendimiento y la innovación. No fue sino hasta 1985 más o menos que me di cuenta de que las personas que detestaba —Ronald Reagan y Margaret Thatcher— en realidad estaban haciendo algo provechoso y necesario. Así que me zambullí de lleno en la página editorial de The Wall Street Journal a beber del profundo pozo del pensamiento de libre mercado.
A principios de los años 90, el Journal me envió a muchos viajes periodísticos a la Unión Soviética y, luego, a Rusia, y todo lo que no estaba de moda en Nueva York estaba de moda en Moscú, así que ser un editorialista de derecha era equivalente a estar en onda y a la vanguardia. Presté especial atención a todos los planes de privatización que circulaban en aquel entonces. Si la propiedad del Estado podía distribuirse a las masas, podría nacer una nueva Rusia capitalista.
Veía, pero no observaba la inmensa corrupción que permeaba todo. Veía, pero no observaba que los derechos patrimoniales por sí solos no creaban una sociedad decente como por arte de magia. El problema principal en todas las sociedades es el orden: el orden moral, legal y social. Tardé mucho en comprender que lo que Rusia en realidad necesitaba no era priorizar la privatización, sino la ley y el orden.
Para cuando llegué a mi empleo actual, en 2003, estaba teniendo remordimientos sobre la educación de libre mercado que había recibido, pero no lo suficientemente rápido. Tardé bastante tiempo en comprender que la máquina del capitalismo posindustrial tenía defectos fundamentales. Los estadounidenses con los niveles más altos de educación acumulaban más y más riqueza, dominaban las mejores áreas de vivienda y colmaban a sus hijos de ventajas. Se estaba formando un sistema de castas sumamente desigual. Poco a poco, caí en cuenta de que el gobierno tendría que tomar medidas mucho más activas si quería lograr que todos los niños tuvieran las puertas abiertas y oportunidades justas.
Lo vi, pero no lo observé. Para cuando se desató la crisis financiera, los defectos del capitalismo moderno brillaban con una luz cegadora, pero mis esquemas mentales seguían sin adaptarse a la velocidad necesaria. Barack Obama buscó maneras de estimular la economía y aún me aferraba a la mentalidad de los años 90 de que “el déficit es el problema”. Escribí muchas columnas en las que instaba a Obama a mantener el estímulo en un nivel razonable pero bajo, columnas que ahora me parecen equivocadas. Los déficits sí son importantes, pero no eran el desafío principal en 2009. Me opuse al rescate financiero de la industria automotriz que realizó Obama por motivos de libre mercado y ese también fue un error.
Hay ocasiones en la vida en las que debes apegarte a tu cosmovisión y defenderla contra toda crítica. Pero hay otras en las que el mundo de verdad es distinto a cómo solía ser. En esos momentos, las habilidades más cruciales son las que nadie te enseña: cómo reorganizar tu mente y ver con ojos nuevos.
David Brooks es columnista de The New York Times.