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La genética colonial de nuestro Estado

HUMO Y CENIZAS

En mi última reflexión traté de brindar una respuesta, aunque sea introductoria, a la cuestión de por qué nuestro país sufre de tan evidentes déficits de estatalidad en comparación a otros Estados de la región. Por qué casi ninguna de nuestras instituciones funciona como se supone deberían hacerlo, haciendo nuestras vidas cada día un poco más miserables.

Y la conclusión fue la siguiente: no es que el Estado esté ausente, como proveedor de bienes y servicios, sino que éste funciona como un campo de lucha en el que se expresan determinadas relaciones de fuerza que se cristalizan institucionalmente, en beneficio de unos y en perjuicio de otros. Los ejemplos son incontables, desde el régimen de pensiones hasta la forma en la que están distribuidas las tierras o la existencia de escuelas de primera y de tercera, o una justicia de subastas.

El Estado no funciona, como quisieran algunos tecnócratas, como una máquina impersonal carente de contenido social alguno. Ese era el sueño de Hobbes, que más que un teórico del Estado Absoluto era un militante radical de la paz después de la guerra, que implicaba, entre otras cosas, la construcción de un poder supremo que se colocara por encima de los intereses particulares, para remediar la innata insociabilidad humana.

El Estado es, en otras palabras, una consecuencia derivada de la lucha de clases, que no fue inventada por Marx, pues la realidad no se inventa, como diría Hanna Arendt. Pero esto es solo parte de la respuesta, pues queda todavía pendiente la cuestión de por qué incluso como herramienta de dominación de una clase sobre la otra es, en Bolivia, tan ineficiente que no sirve ni para aquellos que gobiernan.

La respuesta a esto no viene del marxismo, al menos no estrictamente, sino de la teoría de la descolonización, que es seguramente uno de los ejes más importantes del pensamiento político boliviano, que expresa al Estado no solo como el resultado de relaciones de fuerza internas y externas a él, sino en relación a su pasado, que, en nuestro caso, es el de un aparato administrativo cuya única función era garantizar la exportación de valor desde nuestro territorio hacia las metrópolis coloniales, a partir de la superexplotación de la mano de obra indígena.

Tal carácter le imprimió un sello distintivo a nuestra sociedad (que es de donde emerge el Estado) y, sobre todo, a su élite gobernante, conformada no por aquellos que pelearon por la independencia (que eran en su mayor parte indios o plebeyos), sino por los que desempeñaban oficios administrativos y burocráticos durante el viejo orden, y que no estaban dispuestos a perder sus privilegios coloniales frente a sectores de la población que no consideraban iguales, por ponerlo suavemente.

Esto le dio al Estado boliviano un carácter muy parcial, pues al prescindir de más de la mitad de aquellos que ocupaban su territorio, pero sosteniéndose económicamente de ellos de forma casi exclusiva, se privó de los recursos humanos que en otras sociedades le hubieran servido para darse mayor consistencia y efectividad.

Las carencias de nuestro Estado y nuestros sinsabores como sociedad van más allá de las relaciones de fuerza objetiva entre las clases que la conforman o entre nuestro Estado y otros más fuertes, sino de los datos de nuestra constitución genética, que es poco menos que bastarda, por lo que al momento de celebrar nuestras fiestas patrias no debemos olvidar nunca el carácter parcial (y lo que está a medias está a medias nomás) de la emancipación boliviana.

Por ello, la descolonización no puede verse como mera retórica, ni como un elemento secundario de las luchas del presente, pues ver la colonialidad como un problema del pasado nos hace olvidar que la historia todavía no ha terminado. No estamos al final, sino en medio de ella.

De otra forma, no es posible explicar la persistencia de mentalidades cavernarias como las de Rómulo Calvo y sus jóvenes unionistas, cuyos cráneos inspiran explicaciones frenológicas a nuestros problemas políticos.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.