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Hijos competitivos

TRIBUNA

Columnista de The New York Times.

Mi cliché de mamá más repetido es “No todo es una competencia”. Lo digo al menos una vez al día, cuando mis hijas hacen algo como jugar carreritas en la acera, empujándose entre sí. Mi esposo prefiere la expresión más poética: “La comparación es el ladrón de la alegría”.

Mis dos hijas hacen caso omiso de esas advertencias. Mi hija mayor contesta: “Todo es una competencia”. Suele aturdirme con preguntas y observaciones que me hacen ver que la competencia la motiva a nivel personal y que tiene sus propias ideas sobre su valor intrínseco. Que nuestras máximas filosóficas no causen ningún efecto en mis hijas me hace querer buscar un poco de perspectiva. Primero, para ver cómo los impulsos competitivos se forman en los niños y luego para preguntarme: cuando repito aquella frase, ¿qué es lo que realmente busco enseñarles?

Hay una rama de la psicología llamada psicología evolutiva del desarrollo que surge del trabajo de Charles Darwin y, según esa rama, explica Sally Hunter, profesora clínica asociada de Estudios sobre la Infancia y la Familia en la Universidad de Tennessee, Knoxville, la competitividad podría tener orígenes evolutivos. En el pasado, en situaciones de escasez de recursos, los hermanos competían por mantenerse con vida, “compitiendo con hostilidad por la supervivencia”, como dice Hunter. Esto hace eco de algo que he mencionado con anterioridad, que, de acuerdo con investigaciones históricas, “hace cientos de años, cuando la mortalidad infantil era mucho más alta, los niños menores de cinco años con hermanos de edad cercana tenían muchas más probabilidades de morir”.

Ahora, mis hijas no compiten entre sí en una lucha de suma cero por la supervivencia, aunque mi hija menor, de seis años, parece ser más competitiva cada mes que pasa. Tal vez sea una cuestión de crecimiento. Al igual que ocurre con muchos rasgos, es muy difícil determinar qué tanto de la competitividad es de naturaleza y qué tanto de crianza; la literatura, por lo que he podido evaluar, es muy variada. En particular, cuando se trata de la competencia académica entre los niños, “este campo de investigación es realmente difícil, porque no hay experimentos naturales”, afirmó Hilary Levey Friedman, profesora adjunta de Educación en la Universidad de Brown.

Pero, según Friedman, los niños son perceptivos y, para cuando llegan a primaria, “son muy buenos para discernir quién es el más rápido, quién es el más listo, quién es el mejor cantante”, ya sea que se les recompense o no por esas competencias con calificaciones o premios.

Esto me parece obvio —y ya lo es para mi hija mayor—, lo que me lleva a preguntarme por qué me opongo a su competitividad. Después de meditarlo, llegué a la conclusión de que suelo decirles a mis hijas que las cosas no son una competencia porque tienen una actitud odiosa y eso parece ser la clave. Quiero que mis hijas sean las mejores en cualquier cosa que les interese, pero no quiero que sean, bueno, unas pesadas al respecto. Quiero que logren sus objetivos, pero no quiero que tengan la noción de que la manera de hacerlo es aplastando a los demás en su camino a la cima.

Así que le marqué a Melinda Wenner Moyer, una colaboradora frecuente de The New York Times y la autora de un libro sobre estrategias de crianza con un título sardónico, porque ese parecía ser mi objetivo final: animar a mis hijas a competir de forma sana y constructiva. Ella estaba de acuerdo con Friedman, que decía que el hecho de que los niños quieran competir y ganar no es algo necesariamente malo; solo tiene sus bemoles cuando no saben soportar la derrota.

Moyer puso el ejemplo de un niño que pierde una carrera: “Si pierdo esta carrera, ¿significa que no soy rápido? ¿Es una amenaza para mi reputación o mi identidad?”. Si los niños empiezan a sentirse así, es posible que les resulte intolerable perder y que estallen cuando suceda. Moyer dice que una forma de contrarrestar esto es replantear el perder como algo valioso, porque pueden enseñarnos hacia dónde dirigir nuestra energía para mejorar. También es buena idea animar a los hijos a que sientan empatía por sus oponentes y a que tengan deportividad.

Como mis hijas ya son inmunes a mis cantaletas de sabiduría convencional, me imagino que, aunque no les diga una y otra vez que se porten bien, si optan por ser malas perdedoras, a la larga la justicia del recreo prevalecerá y esa justicia sigue siendo la misma que en mi época: los otros niños no van a querer jugar con ellas. Que mi hija vaya a creer realmente que todo es una competencia es algo que tendrá que averiguar por sí misma y sospecho que será un proyecto para toda la vida.

Jessica Grose es columnista de The New York Times.