En un ensayo escrito en 1970, en los albores del movimiento por la liberación de las mujeres, la novelista y activista feminista June Arnold relataba varias sesiones de concienciación dedicadas al sexo. Las mujeres hablaban sobre la masturbación, el lesbianismo y la relación entre amor y lujuria. Juzgaban que el sexo era un “gran tema fundamental”, escribió Arnold, y aun así la naturaleza de sus propios deseos era a menudo inescrutable. Estas mujeres pasaron mucho tiempo de su vida adulta queriendo ser consideradas “buenas en la cama”, lo que a veces significaba hacer un ejercicio de contorsionismo para adecuarse a la sexualidad de sus parejas masculinas. “Pero ningún hombre ha disfrutado realmente de nuestra sexualidad —escribió—. ¿Cómo iba a poder hacerlo? Lo cierto es que ni nosotras sabíamos lo que era entonces”.

La revolución sexual volaba alto, pero la segunda ola del feminismo apenas había despegado. La frustración de las mujeres ante el panorama sexual era, como dijo hace poco Michelle Goldberg, “lo que se consigue cuando liberas el sexo sin liberar a las mujeres”. Se esperaba que las mujeres se liberasen y se excitasen, pero el hecho de que el sexo se siguiese practicando a la medida del hombre desbarató esos esfuerzos a cada paso. Muchas mujeres heterosexuales tenían la sensación de que se estaban desatendiendo sus necesidades emocionales, mientras que sus necesidades sexuales seguían siendo muchas veces un misterio para sus parejas y para ellas mismas.

Medio siglo después, lidiamos con una dinámica similar. La generación Z —que con razón ve como a las mujeres se les sigue enseñando, después de todos estos años, a priorizar los deseos del hombre sobre los suyos— ha empezado a rechazar el concepto de positivismo sexual y a cuestionar que las relaciones informales merezcan la pena, llegando a veces a borrarse del sexo por completo. Ahora que la virtuosa energía del #MeToo se desdibuja en un debate más ambiguo, hemos llegado a un punto en el que se evidencia que no basta con el consentimiento y descubrir qué no quieres. ¿Qué significa ir más allá del consentimiento y descubrir lo que sí quieres?

Las feministas pioneras, en aquellos salones, tenían su mirada puesta en esta pregunta, que consideraban crucial para la liberación. Pero desentrañar la respuesta ha resultado ser toda una hazaña. En consecuencia, hemos acabado dejando a un lado un proceso caótico y mistificador, pero también esencial en términos políticos: la búsqueda del deseo según tus propias condiciones.

La política viene entorpeciendo desde hace mucho tiempo el conocimiento de nuestros auténticos deseos. Incluso cuando las feministas de las décadas de 1960 y 1970 señalaban la importancia de la búsqueda de la felicidad sexual, era obvio que hablar de abrazar tu libertad personal no iba a ser tan difícil como hacerlo. De la mujer liberada se esperaba que eludiera los roles y las reglas prescritas para ella y los sustituyera por sus propios deseos: descubrirlo requiere a menudo destramar una vida entera de conducta aprendida.

Mientras, una creciente secta del movimiento feminista, desilusionada por los resultados de la revolución sexual, tomó hace poco un camino proteccionista en lo relativo al sexo, considerablemente más corto y despejado que el de la búsqueda activa del placer. “No me violes, no me maltrates, no me cosifiques”, le exigen a una sociedad misógina.

De modo que no es de extrañar sea más tentador quedarnos agazapadas y a la defensiva, reducir nuestras opciones y concentrarnos en los límites, que es lo que está pasando ahora en esta suerte de contragolpe del positivismo sexual. Christine Emba, autora de Rethinking Sex, ha sugerido que se suban “los estándares de lo que son los buenos encuentros sexuales”, y unas “mejores reglas” a modo de protección contra el malestar que expresan muchas mujeres de la generación Z.

Lo que aquellas feministas pioneras entendieron es que el sexo debía ser un factor que ayudara a las mujeres a liberarse de los diversos estereotipos —mojigata, fulana, novia, esposa— que tanto las consternaban. Estas ideas sobre las mujeres moldearon sus vidas más allá de la alcoba. Y, para disolver los estereotipos, debemos sustituirlos con una constelación de realidades femeninas, lo que incluye nuestros deseos sexuales.

En una de esas reuniones sobre sexo en la década de 1970, Arnold recuerda una mezcolanza de voces: algunas mujeres no podían disfrutar del sexo si no estaban enamoradas; a otras les molestaban las insistentes expectativas de casarse. Algunas se sentían rechazadas sexualmente por sus parejas; otras se sentían arengadas por ellas. “Supongo que no vamos a llegar a ninguna conclusión en esta sesión —comentó una mujer—. Todas estamos diciendo cosas completamente distintas”. “¡Maravilloso! —respondió otra—. Quizá sea eso la verdadera liberación.”

Nona Willis Aronowitz es columnista de The New York Times.