Las universidades suelen funcionar como máquinas que presentan oportunidades incesantes a personas que ya son privilegiadas. Nuestro sistema educativo se enfoca a un grado obsesivo en ayudar a los estudiantes a dar el siguiente paso. Pero no les brinda el apoyo adecuado para pensar en la esencia de la vida hacia la que se dirigen. Muchas instituciones en la actualidad han olvidado que el objetivo de la propia educación liberal era enseñar el arte de elegir, capacitar a los jóvenes para que razonaran al momento de decidir a qué proyectos vale la pena dedicar su vida.

Pasamos muchos años como profesores en un campus universitario, dedicando nuestros horarios laborales a ayudar a estudiantes confundidos. Luego de un tiempo, decidimos atender este problema de manera sistemática, con el diseño de un curso que pretende instruir a los jóvenes sobre el arte de elegir. El plan de estudios comienza con Gorgias de Platón, un diálogo desorganizado basado en una discusión entre un Sócrates intimidante y el rufián Calicles sobre si la búsqueda de la virtud o el placer es el camino hacia una buena vida. El diálogo termina de manera inconclusa; nadie queda satisfecho. Pero con una frecuencia impresionante, despierta el tipo de pensamiento que los estudiantes necesitan para comprender mejor las decisiones que dan forma a su vida.

Estos patrones de pensamiento académico pronto penetran en su vida personal. Comunicar los motivos detrás de nuestras decisiones personales es consentir la posibilidad de que esos motivos existen. Tomás de Aquino, otro de los autores en nuestro plan de estudios, se refiere a la razón que orienta todas tus otras razones como tu “propósito final”. Quienes descubren que tienen estos propósitos finales, y aprenden a evaluarlos, encuentran la salida del laberinto de decisiones arbitrarias en el que los jóvenes suelen quedar atrapados.

El número de propósitos finales no es infinito. Aquino sugiere la noción útil de que los máximos anhelos humanos pueden clasificarse en tan solo ocho categorías perdurables. Si queremos comprender a dónde nos dirigimos, debemos hacernos estas preguntas: ¿Me interesa esta oportunidad porque conduce a la riqueza, o lo que busco es reconocimiento y admiración? ¿Quiero alcanzar la gloria eterna, o el poder para “tener un impacto”? ¿Mi meta es maximizar mis placeres? ¿Mi deseo es tener buena salud? ¿Lo que busco es el “bienestar del alma”, como sabiduría o virtud? ¿O mi anhelo más profundo es encontrarme de frente con lo divino?

Para su sorpresa, la mayoría de los estudiantes descubren que pueden ubicar sus deseos en este mapa antiguo. Esto no hace que se sientan limitados, algo que se les ha enseñado a temer. Los hace sentir empoderados, como viajeros errantes que de pronto encuentran el rumbo en un paisaje. Como todo buen mapa, el análisis razonado sobre los bienes humanos que propone Aquino nos puede decir algo acerca del lugar al que nos dirigimos antes de que lleguemos ahí.

La mayoría de los estudiantes se sienten agradecidos al descubrir el arte de elegir. Aprender a razonar la felicidad despierta un “poder permanente en el alma”, como lo explica Sócrates, algo que es igual de grato que descubrir que nuestra voz puede entrenarse para cantar. Entonces, ¿por qué las instituciones de artes liberales casi nunca imparten este conocimiento? En algunos casos, los miembros del profesorado tienen incentivos para hacer hincapié en investigaciones especializadas en lugar de pensamientos sobre la buena vida. En otros, comparten la convicción de que la razón no es más que una extensión de la búsqueda del dominio, o la creencia rousseauniana de que el sentimiento es una mejor guía para la felicidad que la mente.

Sin embargo, la explicación más fundamental es que el modelo actual de la educación liberal —abrirnos puertas sin ayudarnos a pensar sobre lo que hay del otro lado de estas— prevalece porque repite una fórmula moderna exitosa. El agnosticismo respecto de los propósitos humanos, combinado con el aumento infinito de medios y oportunidades, ha demostrado ser un principio poderoso de organización para nuestra vida política y económica. Ha ayudado a crear la paz, la prosperidad y la libertad de las que hemos gozado durante gran parte de la edad moderna.

Es por eso que las sociedades democráticas liberales necesitan que las universidades desempeñen la función de ser instituciones constructivas y contraculturales. En sus mejores momentos, estas sociedades están conscientes de su propio carácter incompleto y apoyan a las instituciones que se resisten a su tendencia inherente al agnosticismo moral, y a la desorientación y parálisis inquieto que trae consigo.

Las universidades deberían dar prioridad consciente a que los estudiantes se familiaricen con una cultura de reflexión racional sobre cómo vivir, y esta intención debe ser evidente en su misión declarada, sus discursos de convocatoria, la contratación y ascenso de su cuerpo docente y sus planes de estudio. Esto afirmará su responsabilidad de cumplir con su deber: ayudar a los jóvenes a aprender a razonar las decisiones que dan forma a su vida y a reflexionar sobre los propósitos que buscan. El arte de elegir es lo que más necesitan sus alumnos, y es lo que la educación liberal, si se comprende debidamente, siempre debió impartir.

Benjamin Storey y Jenna Silber Storey son escritores y columnistas de The New York Times.