Una tarde de agosto de 2019, actué en una obra de teatro breve para crear conciencia entre los estudiantes de recién ingreso de mi universidad sobre los tipos de desafíos a los que podrían enfrentarse durante su primer año en la escuela. Después de que las luces se atenuaron tras una escena sobre trastornos alimentarios, el tema cambió rápidamente y el escenario se abrió para mostrar la escena de una fiesta. Una cosa llevó a la otra y un actor del reparto me llevó a su “dormitorio”, que consistía en unas cuantas sillas apiladas a toda prisa. Intercambiamos diálogos torpes y luego se me acercó y dijo: “Me está gustando mucho conocerte… ¿Puedo besarte?”. Como se me indicó, hice una pausa y luego respondí con entusiasmo: “¡Está bien!”.

Pero muy pronto las cosas salieron muy mal. La pareja de mi personaje no le pidió más consentimiento y fue agredida sexualmente. Más adelante en la obra, un asesor residente ofrecía un consejo útil: “El consentimiento incluye un sí libre, feliz y continuo. Nada menos. Y, si alguien no tiene claro si cuenta con eso; entonces, no tiene consentimiento”.

Cada año, miles de estudiantes universitarios estadounidenses toman algún tipo de capacitación diseñada para evitar las agresiones sexuales en los campus, al educar a los estudiantes sobre el consentimiento: qué es, cómo pedirlo y en qué circunstancias no se puede dar. La idea es que si las personas —sobre todo los hombres jóvenes heterosexuales— entendieran el consentimiento, habría menos violencia sexual y las mujeres podrían por fin sentir una verdadera igualdad sexual.

Sin duda, el consentimiento es un precursor del sexo ético. Pero, con demasiada frecuencia, la educación sobre el consentimiento no nos enseña a entender y a aprender el sexo que viene después de decir “sí”. Con una enseñanza concentrada sobre todo en las ocasiones en que decimos sí o no de manera verbal, los jóvenes se quedan con una comprensión deplorablemente limitada y legal de lo que es y debe ser el sexo, en lugar de adquirir la capacidad más amplia de articular nuestros deseos sexuales en situaciones complicadas a nivel emocional. Necesitamos una cultura que nos anime a ir más allá del sexo legal y a dar prioridad al sexo satisfactorio a nivel emocional.

Los estudiantes universitarios de ahora suelen iniciarse en la actividad sexual con muy poca orientación, más allá, quizá, de la abundante pornografía. Hay pruebas de que los adolescentes esperan más tiempo para empezar a tener relaciones sexuales y, cuando empiezan, tienen menos sexo informal. La educación en torno al consentimiento se dirige a jóvenes ansiosos e inexpertos y les da una forma simplista y binaria de entender el sexo. Entonces, no es de extrañar que muchos de nosotros hayamos absorbido el mensaje de que el sexo es una transacción directa con poco espacio para los sentimientos complicados y que nos confundamos cuando experimentamos las inevitables complicaciones que conlleva la intimidad sexual.

Aunque el consentimiento es esencial, cuando domina nuestras conversaciones sobre el sexo, no aprendemos lo suficiente sobre nuestro poder para hacer algo más que rechazar o aprobar los avances. No aprendemos lo que le debemos a nuestra pareja más allá de no cometer un delito contra ella. Y no aprendemos a navegar las complejidades de amar a —y hacer el amor con— otra persona.

El mejor sexo es tan gratificante tanto emocional como físicamente. Eso requiere confianza, tanto en nuestra pareja como en nosotros mismos.

La educación sexual debe partir del principio de que cada persona merece sexo placentero y mutuamente respetuoso, no solo sexo consensuado. A su vez, se debería enseñar a los alumnos a pensar por sí mismos sobre sus deseos y a hablar abiertamente de eso con sus parejas, sin vergüenza. Cuando me siento con mis amigos, quiero hablar de nuestras experiencias con un verdadero sentido de agencia. Quiero saber que sienten el respeto de sus parejas, pero también que se respetan lo suficiente como para externar sus deseos.

Sí, éste será un mensaje más difícil de enseñar a los estudiantes de primer año de universidad que el mensaje de la escena en la que actué. Pero valdría la pena.

Emma Camp es columnista de The New York Times.