Es temporada de elecciones en Brasil, y se respira el típico revuelo de actividad electoral en el ambiente. Los partidarios del candidato que va liderando las encuestas, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, debaten acaloradamente sobre quiénes compondrán su próximo gabinete de ministros. Sin embargo, Jair Bolsonaro, el presidente ultraderechista del país, permanece al margen. Mientras sus rivales llevan meses deseando que lleguen las elecciones, él ha intentado desacreditarlas preventivamente. Ha cuestionado el papel del Supremo Tribunal y ha lanzado dudas, recurrentes y con soltura, sobre el proceso electoral. Habla como si las elecciones fuesen un estorbo, un inconveniente. Dice que no aceptará ningún resultado que no sea una victoria.

Para algunas personas, esto parece indicar que el Presidente está allanando el camino para un golpe de Estado. En su opinión, la intención de Bolsonaro es rechazar cualquier resultado electoral que no le complazca y, con la ayuda del Ejército, instalarse en la presidencia de forma permanente. Esta interpretación es correcta a medias: Bolsonaro no tiene intención de abandonar el poder, al margen de cuáles sean los resultados electorales. Pero lo que está persiguiendo no es un golpe de Estado, que necesita el consenso de la élite y evitar las movilizaciones masivas. Es una revolución.

Desde el inicio del mandato, Bolsonaro se ha comportado más como un líder revolucionario que como un Presidente. En su primer mes en el cargo dijo que su papel no era construir nada, sino “deshacerlo” todo. En vez de dirigir un gobierno, ha intentado desbaratarlo. No obstante, esa destrucción no es un fin en sí misma. Es desmantelando el Estado como Bolsonaro impulsa a sus simpatizantes.

¿Quién lo detendrá? El Ejército no, probablemente. Al fin y al cabo, Bolsonaro cuenta con muchos apoyos en el Ejército, y más de 6.000 militares trabajan en su gobierno, ocupando puestos civiles. En el Ejército, por su parte, parece haber una relativa tranquilidad respecto a una posible toma del poder por la fuerza y, por decirlo suavemente, no siente un especial apego a la democracia. Hasta donde podemos ver, no hay señales de que las Fuerzas Armadas pudieran protagonizar un golpe de Estado. Pero tampoco hay señales de que se resistirían a un intento de revolución.

Es improbable que a las fuerzas democráticas les vaya mucho mejor. A pesar de la popularidad de Da Silva, los izquierdistas parecen haber perdido su capacidad de unir a las masas. Los 13 años de gobiernos de izquierda, que concluyeron en 2016, contribuyeron mucho a dispersar y debilitar los movimientos sociales, que desde entonces han batallado para recuperar su dinamismo. Las manifestaciones contra Bolsonaro, por ejemplo, han contado con muy escasa participación.

El mejor baluarte contra una revolución podría ser, curiosamente, Estados Unidos. El gobierno de Joe Biden podría insistir en los graves costos, en forma de sanciones y aislamiento internacional, que conllevaría cualquier toma del poder. Esto, a su vez, podría hacer que el miedo llevara a las grandes empresas brasileñas —que, como patrocinadores influyentes, pueden ejercer una considerable presión sobre Bolsonaro— a defender la democracia. Si las dificultades de llevar a cabo una revolución son demasiado grandes, y las recompensas parecen exiguas, cabe concebir que Bolsonaro dará marcha atrás, o se limitará a representar un número, como hizo el expresidente Donald Trump, para mantener el control sobre sus simpatizantes y preparar el terreno para las siguientes elecciones.

La última vez que Brasil experimentó un caos político similar fue en 1964, cuando un golpe militar expulsó a un gobierno democrático que estaba intentando emprender reformas progresistas. Solo habían transcurrido unas horas cuando Estados Unidos, con Lyndon Johnson en la presidencia, reconoció al nuevo gobierno de Brasil. Es mucho lo que depende de la esperanza de que ahora Estados Unidos valore un poco más la democracia.

Miguel Lago es columnista de The New York Times.