En mi escritorio tengo una moneda de plata maltrecha que encontré luego de rebuscar en una caja. Me la dieron en 1977 —había una por cada niño de mi escuela primaria británica— para conmemorar el Jubileo de Plata de la reina Isabel II. Yo tenía siete años y ella ya llevaba en el trono 25 años. La muerte de la reina Isabel a los 96 años pone fin al reinado más largo de la historia británica y sucede en un momento en que la vida de la nación —y su futuro— parecen inciertos. La última aparición pública de la reina fue su encuentro con la nueva primera ministra, la cuarta persona en ocupar el cargo en siete años. El brexit ha desestabilizado las relaciones de la nación con sus vecinos más cercanos. La pandemia ha dejado cicatrices profundas, la inflación está en un nivel que no se había visto en 40 años y, en la antesala del invierno, una crisis energética parece destinada a empobrecer a muchas familias británicas.

La élite británica siempre ha comprendido que la monarquía es una pantalla en la que la gente proyecta sus propias fantasías y la mayor ventaja de Isabel como reina era su impasibilidad. Le gustaban los perros y los caballos, y rara vez demostraba emociones fuertes. Parecía aceptar que su función era que le mostraran cosas, muchas cosas: fábricas, barcos y tanques, costumbres locales, tipos de quesos y la manera correcta de atar las prendas tradicionales, recibir ramos de flores de niñitas que hacían reverencias y, a cambio, jamás debía verse aburrida o irritada ante lo que seguramente era, en gran medida, un cargo público aburrido.

La reina fue un puente entre las épocas colonial y poscolonial. Pero, para quienes tenemos una relación complicada con el pasado imperial del Reino Unido, la continuidad que representaba Isabel no era un bien absoluto. El lado paterno de mi familia estaba conformado por fervientes nacionalistas indios que trabajaron para acabar con el dominio imperial en 1947. Como muchas otras personas en el mundo cuyas familias lucharon contra el Imperio británico, yo rechazo su mitología de benevolencia e ilustración, y la demanda de deferencia ante la realeza me parece repugnante.

Isabel era reina cuando los oficiales británicos torturaron a los kenianos durante la Rebelión del Mau Mau. Era reina cuando soldados dispararon contra civiles en el norte de Irlanda. Pasó toda su vida sonriendo y saludando a pueblos originarios que le aplaudían en todo el mundo, una especie de fantasma viviente de un sistema de extracción rapaz y sanguinaria. A lo largo de toda esa vida, los medios británicos reportaron con entusiasmo las giras reales en los países de la Mancomunidad de Naciones que se independizaron, en coberturas concentradas en los bailes exóticos para la reina blanca y los cultos de cargamento dedicados a su consorte.

Mi esperanza es que, ahora que la pantalla de Isabel ha desaparecido, sea más fácil para los británicos reconocer lo malsano que es depender de la nostalgia imperial para reforzar su autoestima. Pese a su promesa de seguir el legado de su madre, al nuevo rey Carlos III se le dificultará ser una pantalla en blanco para las proyecciones de su pueblo.

En general, no es del agrado de la gente debido a cómo trató a su esposa Diana. A diferencia de su madre, se le conoce como un hombre con opiniones. Sus memorandos de la “araña negra”, cartas y notas escritas a mano que dirige a los ministros del gobierno sobre temas desde agricultura hasta arquitectura, han suscitado inquietudes de que, como soberano, se verá tentado a sobrepasar los estrictos límites constitucionales de la monarquía e incursionará en la política. Asciende al trono en una época de escrutinio mediático sin precedentes y su vida privada ha dado de qué hablar durante décadas. A diferencia de su madre, él no representa una continuidad ininterrumpida con el imperio.

Claro que siempre ha habido una tradición antimonárquica en el Reino Unido. She ain’t no human being (ella no es un ser humano) cantaban los Sex Pistols en el año del Jubileo, lo cual les valió una expulsión de la BBC por lesa majestad. La película visionaria de Derek Jarman Jubileo imaginó a la reina Isabel I transportada por el mago de su corte de 1589 a un Londres contemporáneo apocalíptico, donde ve que a su homónima intentan robarle la corona. Por cada británico que cree que la piedra angular de la nación es la monarquía y la jerarquía que autoriza, hay otro que te recordará que los Windsor multimillonarios cambiaron su nombre alemán Sajonia-Coburgo-Gotha hasta la incómoda época de la Primera Guerra Mundial.

There is no future in England’s dreaming (no hay futuro en los sueños de Inglaterra) advertían los Sex Pistols. Este verso suele interpretarse como una expresión de nihilismo y desesperanza de vivir en un país tan anclado en su pasado. Mientras observo la otra cara de la moneda en mi escritorio, espero que con la muerte de Isabel II, a quien se le daban tan bien las ceremonias del pasado, sus súbditos empiecen a soñar con el futuro otra vez.

Hari Kunzru es escritor y columnista de The New York Times.