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Incendios forestales en la Chiquitanía

ARCILLA DE PAPEL

De manera sistemática y sostenida, estamos destruyendo el bosque seco tropical más grande de Sudamérica, uno de los pocos que quedan en el mundo; y parece que a nadie le importa. Mirar para otro lado o minimizar el impacto del fuego en el oriente del país es una actitud irresponsable que nos cobrará factura más pronto de lo que esperamos.

Según los datos de Defensa Civil, desde 2019 los incendios en el oriente boliviano arrasaron con 15,5 millones de hectáreas. Para la autoridad nacional competente, este año ha sido benigno pues “solamente” se quemaron 854.724 hectáreas, una cifra baja con relación a los últimos tres años. Pero esta visión nos hace normalizar un hecho que a todas luces debe preocuparnos por los cambios irreversibles de ese ecosistema altamente sensible. Es momento de tomar medidas estructurales y no solo esperar, como cada año, que las lluvias nos salven.

La Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC) sostiene que “el fuego es hoy, sin duda, una de las más grandes amenazas y de mayor daño sobre el Bosque Seco Chiquitano y está claramente vinculado a las actividades humanas” (https://www.fcbc.org.bo/9759-2/). Si bien hay años en que el fuego es más crítico debido a los factores climáticos y otros años más benigno, los factores estructurales que potencian la tormenta perfecta (vivida por ejemplo en 2019) cada año se profundizan.

Estos factores sobre los que podemos actuar, según el FCBC, pueden ser claramente identificados. Si bien el incremento de extrema sequía, fuertes vientos y altas temperaturas son impredecibles, también la intervención humana en el cambio de uso del suelo es parte central del problema ya que las tierras de producción forestal permanente son cada vez más invadidas por la ganadería y agricultura, utilizando prácticas de desmonte y “chaqueo” inadecuadas. Para esto, la aplicación de la Ley 741, la cual amplía el desmonte de 5 a 20 hectáreas en tierras con cobertura boscosa, y la aplicación del Decreto Supremo 3973 que autoriza el desmonte y las quemas controladas, han facilitado la fragmentación del bosque, incrementando así las probabilidades de quemas en las áreas abiertas y su potencial traspaso a los bosques.

A esto se suma un modelo de desarrollo cruceño basado en el monocultivo y la producción ganadera, que ha motivado el interés de inversión extranjera, principalmente del Brasil, que en algunos casos han conformado empresas de gran volumen y afectación. La infraestructura desarrollada para la exportación de carne vacuna es un claro reflejo de ello. A esto se debe sumar la expansión de las colonias menonitas y el incremento de asentamientos campesinos que impulsan prácticas de producción agrícola inadecuadas a las condiciones ecológicas de los ecosistemas tropicales secos.

Por último, pero tal vez de mayor importancia, se debe mencionar la insuficiente capacidad de control de parte de las autoridades a todos los niveles para evitar los asentamientos en tierras de producción forestal y los incendios ilegales, así como la deficiente respuesta institucional y la incapacidad de coordinación entre los distintos niveles de gobierno para hacer frente a la magnitud de los incendios.

Parece que poco aprendimos de la pesadilla dantesca que vivimos en 2019, cuando se quemaron más de 5,3 millones de hectáreas. Frente a esto, cada vez se demanda con más fuerza establecer una pausa ecológica en el Bosque Chiquitano, e instituir estrategias de restauración y protección que consideren los medios de vida de las poblaciones que ya viven en el territorio. Solo así seremos fieles a nuestro acuerdo constitucional, que en su artículo 33 establece el derecho de las personas “a un medio ambiente saludable, protegido y equilibrado”, en armonía con otros seres vivos.

Lourdes Montero es cientista social.