La transformación digital…
…ya está acá. Por increíble que parezca para un país tradicionalmente calificado como “pobre” y “periférico”, por el solo hecho de contar con cobertura móvil en cada municipio del país y prácticamente una línea de celular per cápita, 6,9 millones de cuentas de Facebook, 10 millones de cuentas de WhatsApp (según Red Plan Bolivia), 1,5 millones de cuentas de Instagram, 3,7 millones de TikTok, etc.
Hay que prestar mucha atención al término “redes sociales”. O, más propiamente dicho, redes sociales digitales. La vida humana, prácticamente por definición, es vida social. Usted se levanta y antes de ir a trabajar/estudiar/buscar trabajo/o lo que sea, incluso si se queda en su casa, y si tiene un celular, lo más seguro es que se despierte con la alarma de su celular y ya que está ahí, se pone a ver sus redes sociales, las más de las veces esperando un golpe de dopamina tras otro, luego de una interacción digital con otras humanas/os.
El scrolling infinito no es otra cosa que la búsqueda —también infinita— de validación social, ya sea del post que usted cuelga o, si es más del tipo voyeurista, de las opiniones preconcebidas que usted ya tiene acerca del Gobierno, la sociedad, las relaciones de pareja o el trabajo.
Por otro lado, usted puede haber “guiado” al algoritmo de su red social de manera que le muestre contenido solo de lo que a usted le gusta: ¿es deportista? Habrá un video tras otro sobre deportes. ¿Es ingeniera? Habrá un post tras otro de mecánica, estructura, fórmulas, etc. ¿Está bregando con matemáticas? El algoritmo le pondrá una hilera de videos del afamado Cristian Apaza. Hay mucho contenido útil en las redes.
La transformación digital de nuestras vidas empieza con las redes sociales, como ya vimos, pero se extiende al resto de la vida: en este momento es inconcebible que un banco del sistema no tenga su página web y su app móvil, tal como es inconcebible —desde hace ya varias décadas— que los bancos no tengan cajeros automáticos.
La transformación digital en los negocios, pues. Pero no solo en las megaempresas (como los bancos), sino también en la tienda de empanadas del barrio: gracias al tiempo de pantalla que millones de consumidores destinan a sus redes sociales, la pastelería del barrio puede gastar una fracción de lo que el banco de antaño gastaba en publicidad y hacerse archiconocida subiendo contenido de calidad a las redes. Y si el producto es bueno, tendrá miles de comentarios positivos, su reputación crece y el negocio engorda.
Entonces entran en escena dos oficios que hace 10 años no existían: el de la community manager y el del especialista en marketing digital. Nuevas opciones laborales.
También encontramos nuevas opciones de generación de ingresos vía contenido de calidad en las redes sociales. Cuando Albertina Sacaca estaba en la primaria, jamás se hubiera imaginado que cobraría en dólares una suma —limpiamente ganada— de dinero por hacer un video de tres minutos y colgarlo en la red.
En un nivel más rústico, tenemos cientos de miles de comerciantes que gracias al Marketplace de Facebook han podido prescindir de una tienda física y ganaron su dinero intermediando productos gracias a esa plataforma.
Y ya que todos/as nos hemos metido, voluntariamente o involuntariamente a la transformación digital de nuestra vida social, la cosa es minimizar los riesgos y maximizar los beneficios.
Para ello, tenemos que salir de nuestra burbuja, darnos cuenta de que —queramos o no— somos parte de un mercado digital y que los servicios digitales realmente nos pueden resolver la vida. Por ejemplo, en el país de las colas y la doble fotocopia del carnet de identidad, ya podemos acceder a la ciudadanía digital, las más de 700.000 madres que cobran el bono Juana Azurduy ya pueden recibirlo en una cuenta bancaria. Pero el uso de estas herramientas es prácticamente marginal.
Lo que falta es desarrollar una transformación en las cabezas de los operadores, la lógica de servicio debe desarrollarse de una manera más amplia. Eso implica el cambio de decenas de hábitos, prácticas y creencias, desde los más altos niveles de decisión hasta los niveles más básicos de operación. No es a la fuerza, es logrando que el cambio “tenga sentido” —vale decir, que el cambio le haga sentir mejor a la gente. Gestión del cambio, me dicen que se llama. Válido para organizaciones y también para individuos.
Pablo Rossell Arce es economista.