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No necesito que mi vida sea extraordinaria

/ 28 de septiembre de 2022 / 00:49

Hace muchos años, antes de que tuviésemos hijos, una vieja amiga de la familia que era psicoterapeuta le dio un amable consejo a mi pareja, Ian, que estaba preocupado dándole vueltas a su futuro tras su salida prematura del Cuerpo de Paz: no quieras que todos los momentos sean de 10 sobre 10, le dijo. A veces tienes que celebrar los que son de cuatro, de cinco o de seis.

Cuando me lo contó Ian, nos reímos. Nos hacía sentir conformistas, o directamente unos fracasados, no aspirar a algo mejor. Hasta entonces siempre habíamos puesto la mirada más allá de donde estuviésemos, en otros tiempos más prometedores. Se convirtió en una especie de broma familiar para nosotros, y si algo salía mal, decíamos: “¿Se puede celebrar un uno o un dos?”.

Ya no me río de ello. He acabado entendiendo el buen sentido de buscar la alegría, y saber encontrarla, en lo mundano, en lo común y corriente, incluso en lo francamente aburrido, sobre todo en esta época de afección global (y personal). Soy consciente de que no soy ni mucho menos la única que se esfuerza en valorar el momento presente. Es la esencia de la conciencia plena o mindfulness, y en lo que consisten mis esfuerzos (a menudo fallidos) de meditar. Pero me ha permitido permanecer quieta cuando quizá de otro modo nunca habría dejado de moverme.

A principios de junio, nuestra hija Orli, de 13 años, volvió a casa, en Washington DC, de un viaje escolar a Nueva York que llevaba tiempo esperando. El viaje le hacía mucha ilusión; fue lo que la animó durante su operación de pulmón para eliminar una lesión cancerosa, la tercera de ese tipo a la que se sometía desde que le hicieron un trasplante de hígado para tratar un cáncer hepático en marzo de 2020. Tras la operación tuvo que permanecer ingresada y pasar por una ardua convalecencia. Por un tiempo tuvimos tanques de oxígeno en casa, y detestábamos su presencia.

La mañana después de su vuelta de Nueva York, Orli se levantó muy enferma. Al cabo de 10 días, los cirujanos le extirparon un tumor cerebral maligno. A Orli dejó de funcionarle de pronto el lado derecho del cuerpo; ya no podía levantarse de la cama sin ayuda. Después la balanza se reequilibró una vez más. Orli se recuperó rápidamente de su cirugía cerebral. A las dos semanas de recibir el alta del hospital ya estaba montando en bicicleta. Empezó a leer más que nunca, y devoraba libros enteros; volvió a subirse a una tabla de surf.

Cada uno de esos valiosos días fue de 10, en realidad, pero lo que empecé a ansiar fueron los momentos de 4 y de 5. Incluso los unos y los doses nos parecían victorias. Al menos estábamos juntos, y no en un hospital.

Durante todo el verano —con las sucesivas sesiones de radioterapia, los números de los marcadores tumorales que se empeñaban en no decrecer, incluso la pesadilla de un breve ingreso en la UCI en otra ciudad de vacaciones— intenté vivir en lo que para mí es ahora el hiperpresente. No es que hubiese dejado de preocuparme lo que pudiera ocurrir al cabo de un mes, o de dos semanas, o el año siguiente, ni mucho menos. Era que solo podía concentrarme de verdad en el minuto presente.

Vivir en el hiperpresente puede tener sus inconvenientes. Me resulta difícil hacer planes con más de una semana de antelación; temo los momentos perdidos hasta un punto irracional; me da pánico no llegar a tiempo de darles las buenas noches a mis hijas, sabiendo que el día ha pasado ya y que no volverá.

Sin embargo, la insistencia de vivir en el presente significa que cada vez que Orli y yo discutimos no puedo seguir enfadada mucho tiempo. Le he pedido a su hermana, que cumplió nueve años este verano, que intente hacer lo mismo. A veces funciona y todo. Así que me tumbo ahí cada noche, a charlar con Orli y Hana; a veces sobre alguna cosa importante, y otras muchas no. Pero antes de permitirme preocuparme por el trabajo, los platos por limpiar o incluso un futuro viaje, intento simplemente estar aquí. Solo estate aquí, me digo, como una aplicación de autoayuda en modo repetición. Esta época del año es buena para eso.

A principios de septiembre, justo después de que empezara las clases, le realizaron a Orli una segunda craneotomía para eliminar una nueva lesión cerebral. Afortunadamente, salió de ella sin déficits. Antes de que acabara la semana después de su operación, ya se había leído otro libro; me dijo que no quería perderse los ensayos de la obra de teatro de la escuela.

Es extraordinario. Estoy cansada de que ella tenga que ser extraordinaria. Resulta que, en realidad, no necesito que la vida sea siempre de 10. Un buen seis, sólido, estaría bien. Esta noche incluso nos valdrá un cuatro. Estaríamos muy contentos de descansar aquí, en el cuatro.

Sarah Wildman es columnista de The New York Times.

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El asiento vacío

/ 20 de noviembre de 2023 / 09:44

A los padres afligidos como a mí se les dice que se preparen para aniversarios y días festivos, cumpleaños y eventos religiosos. Se recomienda planificar los días asociados con la alegría. Consideramos estrategias de salida. Hablamos de cómo los marcadores de la religión civil y la observancia religiosa son más difíciles para nosotros, ahora que ya no existimos exactamente dentro de la sociedad, sino que corremos junto a ella, observando. Cada día festivo centrado en la familia ahora es espinoso.

Entonces, todo lo que quiero decir es que este año me he acercado al Día de Acción de Gracias con temor.

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Me encantan las vacaciones centradas en la gratitud y el recogimiento, en la comida y el compañerismo. Tiendo a cocinar cuando estoy triste o preocupada, y últimamente he estado haciendo ambas cosas con frecuencia. Horneo jalá, pasteles y galletas. Preparo ensaladas, platos principales y acompañamientos. Salteo, remuevo, sudo y me concentro. Cualquier viernes por la tarde, parece que mi cocina espera una multitud. Pero no importa a cuántos haya invitado, lo que veo nunca es la mesa llena, sino la ausencia de un lugar cubierto.

Y, sin embargo, por mucho que los días festivos y los marcadores del calendario sean tan duros como se prometió, en este primer medio año de duelo desde que nuestra hija Orli, de 14 años, murió por complicaciones de un cáncer de hígado con metástasis, es su ausencia diaria el golpe más cruel. Es hacer una olla con los frijoles negros favoritos de Orli sabiendo que nunca se sentará a comerlos; es volver a agregar chocolate a las recetas de las que lo había eliminado, porque ella, insondablemente, lo detestaba; poner la mesa una y otra vez para tres en lugar de cuatro; es la amplitud del asiento trasero del coche. Es en este drama cotidiano donde nuestra familia tiene que trabajar para encontrar ligereza, así como control, alegría y, sí, estrategias de salida, especialmente porque, en muchos de estos momentos, nos encontramos solos al darnos cuenta.

Ya hace tiempo que tengo una relación mixta con el Día de Acción de Gracias, en parte porque siempre cae en mi cumpleaños o alrededor de esa fecha. Cuando era niña, detestaba que mis amigos estuvieran ausentes y que los pastelitos de la escuela casi nunca llegaran el mismo día. Como adulto, las vacaciones se neutralizaron e incluso, brevemente, se volvieron más felices.

Estamos fundamentalmente reconfigurados como familia, como seres humanos. Enfrentamos el mundo de manera diferente, soportando la pérdida, tanto con rabia como con tristeza. En esta temporada navideña, este año, muchos otros se han unido a nosotros en este horrible lugar. En esta época de duelo masivo, mientras muchos se preguntan cómo poner sus mesas, o si siquiera podrán reunirse, sigo preguntándome si la clave para ver la humanidad de cada uno está en reconocer de alguna manera cuán universales son los terribles La naturaleza continua de la pérdida es, cuán humanos nos hace, cuán frágiles, cuán esencial es cada día, cuando ninguno de nosotros tiene idea del siguiente.

Me pregunto cómo podríamos avanzar todos, no sólo a medida que llega cada día festivo, sino a medida que pasa cada día, no mejor, sino alterado. Mientras tanto, la gratitud que tendré este Día de Acción de Gracias todavía vendrá: de haber tenido la oportunidad de conocer este amor, incluso en su dolor.

(*) Sarah Wildman es columnista de The New York Times

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Mi hija, estoy ahí con ella

/ 21 de febrero de 2023 / 00:10

Mi hija, estoy ahí con ella  En mi familia hablamos de cosas difíciles. Eso no quiere decir que seamos seres taciturnos. No lo somos. Ni somos especialmente profundos. Si acaso, tendemos al ridículo, y a hacer el tonto, siempre que es posible.

Al mismo tiempo, durante más de tres años de lidiar con el cáncer hepático de nuestra hija Orli, hemos tenido que atravesar lo inimaginable, y también traducírselo a nuestras hijas. Cada fase pareció, al principio, imposible por sí sola: el diagnóstico, la quimioterapia, el trasplante del órgano, las operaciones para extirparle la metástasis en los pulmones y el cerebro, la radioterapia y las semanas de hospitalización. Durante todo el proceso, mi pareja, Ian, y yo hemos intentado encontrarnos con nuestras hijas en un punto entre la franqueza y el contar demasiado, entre el optimismo y la realidad. Hay una línea extrañamente directa entre la desesperación y la alegría, entre la claridad y el exceso de información.

Para ser clara, no estoy especialmente versada en cómo hablar de los temas más difíciles con adultos, y menos aún con una niña de 14 años recién cumplidos y su hermana de 9 (tenían 10 y 6 cuando empezó todo esto). Mi primer impulso fue no enfrentar nada; la sola idea de otra cosa que no sea el optimismo me provoca ganas de gritar. Pero, en los últimos días, las consecuencias de la enfermedad de Orli se han vuelto palpablemente más complicadas, y ha trastocado nuestros días y nuestras noches. Hemos dejado de hablar sobre una cura.

En estos años en que hemos cuidado de una paciente de cáncer, nos han dicho a menudo lo valientes que somos. Siempre me ha parecido bonito que me lo dijeran, pero no había lugar a ello. La valentía implica cierta voluntad en el asunto. ¿Y qué alternativa tenemos nosotros? Hemos pasado los últimos 38 meses tratando de andar paso a paso.

A lo largo de estos tres años, solo he tenido un deseo egoísta: por favor, quiero poder quedármela. Solo quiero quedármela. No sabemos si ahora estamos estables, ni, si lo estamos, cuánto durará. Las niñas me preguntan por la enfermedad y por el próximo tratamiento, y qué sucede cuando no hay cura. Orli solo quiere ir al instituto. Hana me dice que no quiere estar sola. Yo les digo que ojalá no tuviesen que hacerme esas preguntas, o pensar esas cosas. La mayoría de las veces no somos moradores de este lugar imposible, estrecho: solo estamos aquí de paso, administrando medicinas, con la esperanza de andar y volver al mundo. Les digo que ojalá tuviera respuestas. Les digo que me siento como si fracasara todo el tiempo.

Y, sin embargo, no he abandonado la esperanza, aunque me encuentre en un lugar definido por la incertidumbre. Ian y yo ya no podemos contar con el consuelo de la certeza, y menos aún ofrecérselo a nuestras hijas. Solo podemos ofrecerles nuestra presencia, nuestra fragilidad y nuestra sinceridad.

Mis hijas han descorrido la cortina para ver que soy el falso mago, que no puedo ofrecerles más promesas que la de señalarles el valor, la sabiduría y el corazón que ya poseen. Todos los padres se enfrentan a este momento en algún punto, pero a mí me hubiera gustado esperar más.

Mis preocupaciones se ciernen sobre el fondo de mi mente, y me mantienen despierta en la madrugada, en esas oscuras horas antes del alba, cuando el mundo está en silencio. Intento no compartir esas preocupaciones con mis hijas. No es esa la sinceridad que necesitan. Pero me salen a borbotones cuando rompo un vaso, o se me quema la cena, o me tropiezo de una de las mil maneras posibles; entonces me convierto en la tetera que chilla para que la aparten del fuego.

Por ahora, lo único que puedo prometer es que, a diferencia del mago, no me meteré en la cesta de un globo aerostático y saldré volando.

Sarah Wildman es columnista de The New York Times.

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