¿Y si la cura para nuestra actual crisis de salud mental no fuese más asistencia médica? Los costos de la pandemia de COVID-19 para la salud mental han sido objeto de análisis amplios en Estados Unidos, la mayoría centrados en el aumento abrupto de la demanda de servicios médicos para la salud mental que está copando las capacidades sanitarias del país. La consiguiente dificultad para acceder a dichos servicios es uno de los motivos que se suelen citar para justificar diversas propuestas a modo de solución, como impulsar el negocio de la sanidad digital, las empresas de teleterapia emergentes y un nuevo plan de salud mental que el gobierno de Joe Biden dio a conocer a principios de este año.

Pero ¿de verdad tenemos una crisis de salud mental? Una crisis que afecta a la salud mental no es lo mismo que una crisis de salud mental. Es indudable que hay abundantes síntomas de una crisis, pero si queremos dar con soluciones eficaces, primero hemos de preguntar: ¿una crisis de qué?

Algunos científicos sociales emplean una palabra, “reificación”, para referirse al proceso mediante el cual los efectos de una determinada organización política del poder y de los recursos empiezan a parecer realidades objetivas e inevitables del mundo. La reificación cambia un problema político por otro científico o técnico.

En la medicina, los ejemplos de reificación son tan abundantes que los sociólogos han acuñado un término más específico: “medicalización”, o el proceso por el cual se enmarca algo como un problema principalmente médico. La medicalización altera los términos con los que intentamos averiguar la causa de un problema y qué se puede hacer para arreglarlo. A menudo, pone el foco en la persona como organismo biológico, en detrimento de la toma en consideración de factores sistémicos e infraestructurales.

Una vez que empezamos a hacer preguntas sobre la medicalización, comienza a parecer inadecuado cómo se han enmarcado los costos de la crisis de COVID-19 para la salud mental: como una “epidemia” de trastornos de la salud mental, como lo han llamado varias publicaciones, en vez de como una crisis política que afecta a la salud.

Aquí está el núcleo del problema: medicalizar la salud mental servirá de muy poco si el objetivo es atajar la causa subyacente del padecimiento general de estrés mental y emocional. En cambio, sí servirá de mucho si lo que se intenta es hallar una solución que pueda gozar del acuerdo de todos los que ostentan el poder, para así poder decir que están ocupándose del problema. Por desgracia, la solución con la que todos pueden estar de acuerdo no va a funcionar.

Sin embargo, incluso las soluciones financiadas con dinero público corren el peligro de caer en la trampa de medicalizar un problema y no atajar las causas estructurales, más profundas, de la crisis. El plan del presidente Biden para la salud mental, por ejemplo, hace muchas concesiones al lenguaje de la “comunidad” y “la salud conductual”. Pero el plan se centra después en varias propuestas que apuntan a la regulación de las redes sociales, hasta que te acuerdas de que es uno de los pocos objetivos que demócratas y republicanos comparten en materia de políticas públicas.

Es indudable que algunas secciones proponen unos cuidados verdaderamente necesarios. Por ejemplo, la propuesta de organizar numerosas clínicas de salud conductual para que ofrezcan tratamientos subvencionados para el consumo de drogas, como el de la metadona en dosis reducidas, responde —aunque por desgracia muy tarde— a una imperiosa necesidad frente al fenómeno de la adicción masiva a los opiáceos, impulsado por empresas como Purdue Pharma y Walgreens. Sin embargo, aunque en gran parte la propuesta parece redactada teniendo muy presente la adicción a los opiáceos, no toma en consideración las mayúsculas consecuencias de la llamada epidemia de los opioides.

Para resolver la crisis de salud mental, por tanto, será necesario luchar para garantizar a las personas el acceso a una infraestructura que amortigüe su estrés crónico: vivienda, alimentación, educación, cuidados infantiles, estabilidad laboral, el derecho a organizarse para humanizar más los lugares de trabajo y acciones determinantes frente al inminente apocalipsis climático.

Si solo se lucha por la salud mental en el plano del acceso a la atención psiquiátrica, no solo se corre el riesgo de reforzar las justificaciones esgrimidas por las nuevas empresas para lucrar, ansiosas por capitalizar los extendidos efectos del dolor, la ansiedad y la desesperación. Con ello también se corre el riesgo de patologizar precisamente las emociones cuyo poder político vamos a necesitar si queremos conseguir soluciones.

Danielle Carr es columnista de The New York Times.