Una de las compañías de nuestro batallón regresó hace poco de una misión en el este de Ucrania.

Cuando vimos a nuestros compañeros un mes antes, estaban sonrientes y animados. Ahora ni siquiera hablan entre ellos, nunca se quitan el chaleco antibalas y han dejado de sonreír. Sus ojos, vacíos y oscuros, son como pozos secos. Estos combatientes perdieron un tercio de su personal, y uno de ellos dijo que preferiría estar muerto porque ahora le da miedo vivir.

Antes pensaba que había visto suficientes muertes en mi vida. Serví en el frente en el Donbás y presencié numerosas tragedias. Pero en aquellos días la magnitud de las pérdidas era completamente distinta, al menos donde yo estaba. Cada muerte era cuidadosamente fijada, se realizaban investigaciones, sabíamos los nombres de la mayoría de los soldados muertos y sus retratos se publicaban en las redes sociales.

Este es otro tipo de guerra, y las pérdidas son, sin exagerar, catastróficas. Ya no sabemos los nombres de todos los muertos: hay decenas todos los días. Los ucranianos lloran constantemente estas pérdidas; hay filas de féretros cerrados en las plazas centrales de ciudades relativamente tranquilas de todo el país. Los féretros cerrados son la terrible realidad de esta guerra cruel y sangrienta que parece interminable.

Yo también tengo mis muertos. Durante el conflicto me he enterado de la muerte de varios amigos y conocidos, de personas con las que había trabajado o a las que nunca había visto en persona, pero con las que mantenía amistad a través de las redes sociales. No todas ellas eran soldados profesionales, pero muchas no pudieron evitar tomar las armas cuando Rusia invadió Ucrania. Leo obituarios en Facebook todos los días.

Estoy dispuesto a ir a cualquier zona de conflicto. No hay miedo. No hay un terror mudo, como lo había al principio, cuando mi esposa y mi hijo estaban escondidos en el salón de nuestro apartamento de Kiev. Hay tristeza, naturalmente: más que otra cosa en el mundo, lo que quiero es estar con mi mujer, que sigue en Kiev con mi hijo. Quiero vivir con ellos, no morir en algún lugar del frente. Pero he aceptado la posibilidad de mi muerte como casi un hecho consumado. Cruzar este Rubicón me ha serenado, me ha hecho más valiente, más fuerte, más equilibrado. Así debe ser para los que siguieron conscientemente el camino de la guerra.

¿Cómo prepararte para pensar que una madre de dos hijos, que se escondió en un sótano durante un mes, muriera lentamente ante sus ojos? ¿Cómo aceptar la muerte por deshidratación de una niña de seis años bajo las ruinas de su casa? ¿Cómo deberíamos reaccionar a que algunas personas del país, como en la ocupada Mariúpol, tengan que comer palomas y beber de los charcos, arriesgándose a contraer el cólera?

Como escribió Kurt Vonnegut: aunque las guerras no siguieran siendo como los glaciares, seguirás siendo llorada, vieja muerte. Sin embargo, los encuentros con ella podrían ser muy diferentes. Queremos creer que nosotros y nuestros seres queridos, la población moderna del siglo XXI, ya no tenemos que morir a causa de brutales torturas medievales, epidemias o internamientos en campos de concentración. Esto es parte de aquello por lo que estamos luchando: por el derecho, no solo a una vida digna, sino a una muerte digna.

Deseémonos, pueblo de Ucrania, una buena muerte, cuando nos llegue la hora. Y no cuando los misiles rusos ataquen nuestras casas al amanecer.

Artem Chekh es soldado, escritor y columnista de The New York Times.