Creo sinceramente que todo el mundo se casa con la persona equivocada. Pero, incluso según ese criterio, nuestra unión fue complicada. Nos casamos jóvenes sin tener idea de en qué nos estábamos metiendo o cómo decidir con quién casarnos, si es que debíamos hacerlo. Los dos llegamos con mucho historial a nuestra relación. Discutíamos mucho y no manejábamos bien los conflictos. Teníamos la vaga idea de que el matrimonio era bueno y la idea equivocada de que era un paso necesario hacia la adultez. Pero incluso mientras caminaba hacia el altar, tenía dudas sobre si debíamos casarnos.

Ahora mi esposo también es pastor anglicano y en los últimos 20 años ambos hemos presidido bodas y ofrecido asesorías prematrimoniales. En los últimos 17 años ha habido largos periodos en los que uno de los dos, o los dos, hemos sido profundamente infelices. Ha habido momentos en los que el desprecio se asentaba en nuestra relación, apelmazado y duro como el lodo seco. Los dos hemos sido poco amables. Los dos nos hemos gritado groserías y hemos salido furiosos por la puerta. Hemos asistido a terapia matrimonial durante el tiempo suficiente como para que nuestra consejera favorita se sienta como parte de la familia. Tal vez deberíamos incluir su foto en nuestra tarjeta navideña anual. En ocasiones, seguimos casados por pura obediencia religiosa y por el bien de nuestros hijos.

Si como cultura consideramos la búsqueda de la realización personal como un deber sagrado, permanecer en un matrimonio infeliz se considera entonces un acto de traición a uno mismo.

No sé si amaba de verdad a mi esposo cuando nos casamos o si sabía siquiera lo que era el amor, pero sé que estamos aprendiendo a amarnos con cada día que pasa. Hay noches en las que él se sienta a leer en silencio, y yo lo miro y recuerdo la pronunciada cuesta que hemos subido y que seguiremos subiendo, y me siento abrumada de gratitud porque se quedó conmigo, porque podemos vivir esta vida juntos, con todo el dolor, la traición, la gloria, la hermosura, la sorpresa y el misterio que eso conlleva. Ha surgido mucha belleza de lo que a veces parecía un terreno pedregoso imposible de transitar. Quiero normalizar los periodos significativos de confusión, agotamiento, dolor e insatisfacción en el matrimonio. Conozco a una pareja mayor que está en su quinta década de matrimonio. Son divertidos y amables y, según casi cualquier criterio, son la viva imagen de las #relationshipgoals. Al principio de nuestro matrimonio nos dijeron: “Hay momentos en el matrimonio en que el llamado de la Biblia a amar a tus enemigos y el llamado a amar a tu cónyuge son el mismo”.

El día que nos casamos, la gente nos escribió notas amables para bendecir nuestra unión. Algunas decían: “Que siempre sientan lo que sienten hoy el uno por el otro”. Incluso entonces, eso me pareció más bien una maldición, una forma de desear el estancamiento. No siento por mi esposo lo mismo que cuando nos casamos. Ambos somos más conscientes de las odiosas imperfecciones y patologías reales que tenemos ambos, pero también siento mucha más lealtad, respeto, amor, deleite y cuidado por él de lo que era capaz en ese entonces. He descubierto lo difícil que es vivir conmigo y lo difícil que es vivir con él, pero también hemos aprendido la danza trágica, cómica, llena de tropiezos y profundamente alegre de la convivencia a pesar de todo.

Tish Harrison Warren es columnista de The New York Times.