Una de las cosas más difíciles con las que he tenido que lidiar desde que me diagnosticaron cáncer es a quién decirle y cómo. No es que yo sea muy reservada, sino que no quiero que mi enfermedad se convierta en el epicentro de ninguna relación. No quiero ser la pobre mamá con cáncer. Quiero ser lo que soy: una escritora que dice groserías delante de sus hijos, que organiza parrilladas increíbles y de la que se puede esperar una conversación maravillosa y una botella de vino deliciosa en una cena.

Y ¿qué pasa cuando hablo sobre el cáncer y el brutal tratamiento de quimioterapia al que estoy sometida? Quiero comprensión y cercanía, y compartir quejas conmigo es la clave. Algunos expertos creen que las quejas compartidas son buenas para estrechar las relaciones. Se trata de una forma de conexión muy empática y subestimada, que me ayuda a normalizar lo que me sucede y también a procesarlo de tal manera que la persona que escucha mis quejas pueda verme a mí y no solo mi diagnóstico. En mi caso, el ritual de procesar con otro ser humano a través de la palabra aquello que me deprime y recibir a cambio una historia para compadecerme, más que sentir lástima, por esa persona, me hace sentir que sigo en la tierra de los vivos, un reto constante en este momento.

Como he vivido en el limbo durante tanto tiempo, definir una nueva normalidad ha sido la clave para mantener controlar la ansiedad. Parte de ello radica en compartir lo que me molesta en la cotidianidad. Hacer que estas quejas estén al mismo nivel le quita al cáncer un poco del poder que tiene sobre mi vida. Lo mismo sucede cuando escucho las quejas de los demás. Solemos menospreciar las quejas con el argumento de que son lloriqueos o lamentos, una manifestación de un sentimiento innecesario y poco digno que sería mejor no articular. Pero Kathyrn Norlock, profesora de Filosofía de la Universidad Trent que ha escrito sobre la ética de las quejas, argumenta que intercambiar quejas puede considerarse parte de la categoría de “deber afectivo” que describe como “expresar que somos seres emocionales juntos”. Es una especie de fortalecimiento emocional que en mi opinión equivale a “hacerte presente”.

Todos batallamos. Y hasta aquellos de nosotros que estamos pasando por momentos particularmente difíciles en nuestra vida tenemos la capacidad de ser empáticos con los demás y, al menos en mi caso, ser empática me hace sentir bien. Durante la pandemia, y ahora con los horrores de la guerra de Ucrania, es fácil sentir que salvo que nuestras circunstancias sean las peores, no merecemos ninguna compasión.

No hay nada más equivocado. En primer lugar, sentirse así hace que sea menos probable que pidamos la ayuda que necesitamos y, en segundo, crea una dinámica de poder en la que la persona que pasa por un momento difícil está en deuda con quien la escucha, en lugar de reconocer que todos pasamos por dificultades y puede que la persona que le trae a mi familia algo de comer hoy mientras recibo mi quimioterapia algún día, en unos meses, o años, necesite que alguien le lleve comida o le cuide a los niños o la lleve a algún lado mientras vive su duelo por la pérdida de un padre o batalla con una enfermedad crónica.

Cuando tienes cáncer, oyes mucho sobre la importancia de una actitud positiva y, hasta cierto punto, es cierto. Pero ver el lado bueno puede comenzar a sentirse como un guion que tengo que interpretar en lugar de la comunicación verdadera de lo que siento. Me esfuerzo por ser optimista y continúo con mi vida; hago planes para ir de vacaciones, leo cuentos antes de dormir y trabajo. También siento miedo con frecuencia. Y me ayuda saber que uno de mis peores miedos —convertirme en alguien que solo es digno de conmiseración en lugar de una amistad totalmente recíproca de triunfos y decepciones compartidas— no se ha vuelto realidad.

Annaliese Griffin es columnista de The New York Times.