Voces

Friday 6 Dec 2024 | Actualizado a 12:22 PM

Grupos de derecha en Telegram

/ 13 de octubre de 2022 / 01:41

Cuando Elon Musk llegó a un acuerdo para comprar Twitter, los grupos de derecha en Telegram se volvieron locos. Por fin había un sólido defensor de la libertad de expresión. Además, se trataba de alguien que —los usuarios se apresuraron a confirmar— quería que Carlos Bolsonaro, hijo del presidente, fuera el director general de Twitter en Brasil.

Eso, por supuesto, no era cierto. Pero no me sorprendió. Llevaba semanas siguiendo a esos grupos en la aplicación de mensajería para ver cómo se difundía la desinformación en tiempo real. En Brasil, las noticias falsas parecen ser algo de lo que la población en general aparentemente es víctima; Telegram simplemente ofrece el tipo de agujero negro más profundo en el que se puede caer. Así que supe —por una experiencia horrible, que me dejó boquiabierta— que para muchos activistas de derecha, las noticias falsas se han convertido en un artículo de fe, un arma de guerra, la forma más segura de opacar el debate público.

“Las noticias falsas son parte de nuestras vidas”, dijo el presidente Jair Bolsonaro el año pasado, mientras recibía un premio de comunicación de su propio Ministerio de Comunicaciones. (No se puede ser más orwelliano, ¿verdad?). “Internet es un éxito”, continuó. “No necesitamos regularlo. Dejemos que la gente se sienta libre”.

Se puede entender su punto de vista. Después de todo, las noticias falsas produjeron un titular supuestamente en The Washington Post que decía: “Bolsonaro es el mejor presidente brasileño de todos los tiempos”, y afirmaba que un mitin reciente de la caravana pro-Bolsonaro entró en el Guinness World Records. Sin embargo, mi incursión en los grupos de Telegram del país reveló algo más siniestro que unos artículos manipulados. Estos grupos — que no están regulados, son extremos y desquiciados— sirven para calumniar a los enemigos del presidente y llevar a cabo una operación de propaganda en la sombra. No es de extrañar que Bolsonaro esté tan interesado en mantener una atmósfera en la que todo se vale.

Se han tomado algunas medidas para frenar este diluvio de noticias falsas. Algunas plataformas de redes sociales han eliminado videos del presidente que difundían información errónea sobre el COVID-19 y el sistema de votación electrónico del país. WhatsApp decidió no introducir en Brasil una nueva herramienta llamada Comunidades, que reúne varios grupos de chats, hasta que no hayan pasado las elecciones presidenciales. En marzo, el Supremo Tribunal prohibió el uso de Telegram durante dos días porque la empresa había ignorado la petición del tribunal de eliminar una publicación engañosa sobre el sistema electoral del país en la cuenta oficial del presidente (1,34 millones de suscriptores). La empresa aceptó entonces adoptar algunas medidas contra la desinformación, entre ellas un control manual diario de los cien canales más populares de Brasil y una futura asociación con organizaciones de verificación de hechos. En el Congreso se está estudiando un imperfecto proyecto de ley sobre las noticias falsas.

Al final, no sabemos qué se puede hacer para contener de manera eficaz las enormes campañas de desinformación en las plataformas de las redes sociales. Algunos especialistas abogan por añadir etiquetas de comprobación de hechos, dificultar el reenvío de mensajes o introducir la verificación del usuario. Ninguna de esas medidas, supongo, haría mucho para frenar la marea de locura que encontré en Telegram. Al menos hay una solución a la que podemos recurrir: votar para que dejen su puesto los políticos de las noticias falsas.

Vanessa Barbara es columnista de The New York Times.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Una amenaza se cierne sobre Brasil

/ 8 de marzo de 2023 / 01:38

Parece ciencia ficción. En 93 páginas, el texto propone un futuro extraño. En 2027, hay una nueva pandemia, causada por el “Xvirus”. Un año después, estalla la guerra entre Estados Unidos, China y Rusia por los yacimientos de bauxita de Guyana. En 2035, los brasileños admiten de manera abierta su conservadurismo innato y adoptan un futuro en el que la palabra “indígena” apenas existe.

Sin embargo, esas predicciones no son fruto de una obra de ficción. Por el contrario, proceden de un extraño documento político publicado el año pasado por un grupo de institutos dirigidos por militares brasileños retirados. Titulado Proyecto Nación: Brasil en 2035, el informe propone una gran estrategia nacional en cuestiones como geopolítica, ciencia, tecnología, educación y sanidad. Además de sus predicciones más extravagantes, prevé el fin del sistema sanitario universal y de las universidades públicas, y pide la eliminación de las protecciones medioambientales.

Es tentador reírse, pero no se trata de un asunto marginal. A la presentación del plan el año pasado asistieron el vicepresidente de Brasil y el secretario general del Ministerio de Defensa. Después de todo, esto es Brasil, donde los militares se han inmiscuido en el gobierno desde hace mucho tiempo, incluso gobernaron el país en una dictadura de 1964 a 1985.

En las décadas posteriores, los militares volvieron a los cuarteles, pero su retirada siempre fue condicional.

El mandato de Jair Bolsonaro, capitán retirado del ejército, devolvió a los militares al corazón del gobierno. Si bien dejó el cargo a regañadientes, los militares de Brasil —privilegiados, preponderantes y que no rinden cuentas— siguen siendo una amenaza constante para la democracia del país.

El ejército brasileño nunca pidió perdón por sus crímenes. Al contrario, sigue celebrando lo que llama la revolución de 1964. Durante el gobierno de Bolsonaro, todos los años se celebró el 31 de marzo, la fecha del golpe de Estado que llevó a los militares al poder.

Los militares gozan de muchos privilegios, con sus propios sistemas de educación, vivienda, salud e incluso justicia penal. Curiosamente, quedaron exentos de la reciente reforma de pensiones en Brasil. Por suerte para ellos: en 2019, la remuneración promedio de un militar retirado era más de seis veces superior a la de un civil retirado.

No solo los militares se benefician de tanta generosidad, sino también sus familias. Por ejemplo, 137.900 hijas solteras de militares recibirán las pensiones de sus padres durante el resto de sus vidas, una lista que incluye a las dos hijas del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, acusado de torturar a cientos de personas y retirado con el rango de mariscal.

Después de que Bolsonaro se convirtió en presidente en 2019, los militares inundaron el gobierno civil. En 2020, 6157 militares —la mitad en servicio activo— trabajaban para el gobierno federal, más del doble que en 2018. En un momento dado, 11 de los 26 ministros del gobierno de Bolsonaro eran oficiales u oficiales retirados, incluyendo al ministro de Salud durante la mayor parte de la pandemia, el general Eduardo Pazuello, quien aún no ha rendido cuentas por sus fechorías.

El nuevo presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, ha intentado apartar poco a poco a los militares del gobierno, sobre todo tras la insurrección del 8 de enero, en la que los militares desempeñaron un papel turbio. Si los militares no participaron en los disturbios, tampoco hicieron mucho por evitarlos. En enero, Lula despidió al dirigente del ejército, que supuestamente protegió a los alborotadores pro-Bolsonaro en un campamento en Brasilia la noche de los ataques. Resulta alentador que un juez del Supremo Tribunal haya dictaminado que los militares implicados en los disturbios sean juzgados por un tribunal civil.

Es un comienzo, pero aún queda mucho por hacer para liberarnos de la sombra de los militares. Entonces, por fin, podremos relegar sus planes al reino de la fantasía, donde pertenecen.

Vanessa Barbara es columnista de The New York Times.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Brasil en un momento decisivo

/ 11 de enero de 2023 / 02:09

Miles de partidarios radicales de un presidente derrotado marcharon hacia la sede del gobierno federal, convencidos de que se habían robado las elecciones. Mientras tanto, y en tiempo real, un país conmocionado era testigo de lo que sucedía por la televisión y las redes sociales. La turba irrumpió en el Congreso, el Supremo Tribunal y el palacio presidencial. Las autoridades tardaron varias horas en restablecer el orden y detuvieron a cientos de personas. Con suerte, ese fue el último acto de los bolsonaristas, partidarios extremistas del expresidente Jair Bolsonaro, a quien una vez llamaron el Trump del trópico. Sin embargo, al igual que con el ataque del 6 de enero al Capitolio de Estados Unidos por parte de partidarios del expresidente Donald Trump, no está claro si este es el final de un movimiento político o solo el comienzo de más división y caos.

El nuevo presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, ya se enfrentaba al complejo reto de unir a un país dividido, incluso sin tener a un expresidente bombástico en los márgenes y con muchos de sus partidarios ahora propensos a la violencia. Llevar ante la justicia a los responsables del atentado es un punto de partida crucial.

Lo más importante es que la derrota de Bolsonaro provocó entre sus votantes una protesta mucho más leve de lo que se temía, aunque no por ello dejó de ser disruptiva. Lo cierto es que el capital político de Bolsonaro ha disminuido. Cuando abandonó el país, su vicepresidente, el general Hamilton Mourão, dijo a la nación: “La alternancia del poder en una democracia es saludable y debe ser preservada”. También se refirió sin rodeos a “dirigentes que debían tranquilizar y unir a la nación en torno a un proyecto de país”, pero que, en cambio, habían fomentado un clima de caos y colapso social. Auch. Parece que incluso las fuerzas armadas solo quieren una transición tranquila al poder para poder seguir siendo una clase privilegiada sin demasiadas responsabilidades.

Algunos de los antiguos aliados de Bolsonaro en el Congreso apoyan ahora a Lula, y el Índice de Popularidad Digital del expresidente, que rastrea una consultora, ha caído más de la mitad desde su punto más alto. Sin embargo, los bolsonaristas más acérrimos no se van a ir en silencio. No fue sino hasta el lunes que quitaron sus tiendas de campaña en São Paulo, Río de Janeiro y otras ciudades. En Brasilia, las autoridades desmantelaron campamentos y hasta el momento han detenido al menos a 1200 personas. Los seguidores de Bolsonaro llevaban más de dos meses esperando que se produjera un milagro. Y, cuando no ocurrió, intentaron tomar medidas por la fuerza.

En respuesta, Lula firmó un decreto de emergencia que permite al gobierno federal intervenir y restablecer el orden en la capital. Estará en vigor hasta finales de mes. Un juez del Supremo Tribunal destituyó de su cargo de manera temporal al gobernador del distrito federal. Se ha iniciado una investigación para identificar a los alborotadores y a sus patrocinadores financieros. El lunes, al menos una integrante del Congreso pidió al Gobierno que solicitara la extradición de Bolsonaro.

Las democracias necesitan el Estado de derecho para florecer. También necesitan un entendimiento común de que el poder debe transferirse de manera pacífica. Lula tiene mucho trabajo por delante para mantener unida a su nación. Un buen punto de partida será mantener la calma tras estos deplorables sucesos y seguir con firmeza los ritos de la justicia para que los culpables rindan cuentas. Por su parte, Bolsonaro no apoyó a los alborotadores. Pero tampoco les pidió que se fueran a casa. Prefirió dejar que interpretaran su silencio como quisieran.

Vanessa Barbara es columnista de The New York Times.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Bolsonaro fue derrotado

/ 1 de noviembre de 2022 / 01:59

Cuatro años de locura están cerca de terminar. En una tensa segunda vuelta, Luiz Inácio Lula da Silva se impuso sobre el presidente Jair Bolsonaro con el 50,9% de los votos. A menos que las cosas tomen un giro radical —el temido golpe de Estado que lleva meses cerniéndose sobre el país—, Da Silva será, el 1 de enero, presidente de Brasil.

No fue fácil. El mes pasado ha sido una síntesis de la era Bolsonaro. La desinformación ha estado desenfrenada. También ha habido amplios debates sobre canibalismo, de francmasonería y de la supuestamente deseable política de la época medieval. Y, por supuesto, ha estado presente la amenaza de la violencia política, con la aparente bendición de las altas instancias.

Al menos, por el bien de nuestra salud mental colectiva, podemos decir que Bolsonaro ha sido derrotado. No es que el país esté demasiado en sintonía con Da Silva y la política de centroizquierda del Partido de los Trabajadores, que gobernó el país durante 13 años, hasta 2016. Se trata más bien de que los últimos cuatro años con Bolsonaro nos han demostrado lo bajo que puede caer un país, y estamos desesperados por salir de la ciénaga del abatimiento político.

Hay muchas cosas que no echaré de menos de este gobierno: su desatención asesina, su arraigada corrupción, su fanatismo. Uno de los grandes alivios es que ya no tendremos que hablar de cosas demenciales. Brasil, al menos, puede volver a algo parecido a la cordura.

Pero Bolsonaro no nos dejó más remedio en ningún momento, hasta las elecciones. Existen pocas dudas de que él aspiraba a la autocracia y que aprovecharía cualquier oportunidad para mantenerse en el poder; la necesidad de derrotarlo se volvió absoluta, con prioridad sobre cualquier otra preocupación. Eso explica la amplitud de la coalición en torno a la candidatura de Da Silva, compuesta incluso por antiguos adversarios de centroderecha. La contienda electoral se redujo a una simple disyuntiva: a favor o en contra de Bolsonaro.

En realidad, no es tan sencillo. Para empezar, no existe una solución tangible al problema de que las redes sociales parezcan empujar a los ciudadanos a posturas más extremas, agravando así la polarización. Después, los políticos avalados por Bolsonaro son hoy parte consolidada del paisaje político. Más de una docena de gobernadores pro-Bolsonaro, de los 27 del país, ganaron las elecciones, y su partido es el mayoritario en el Senado, tras obtener 8 de los 27 escaños que se disputaban.

La extrema derecha también ha aumentado su influencia en el Congreso: el partido del Presidente obtuvo 99 escaños en la Cámara Baja, compuesta por 513 miembros. Puede que Bolsonaro abandone su cargo, pero el bolsonarismo no está ni mucho menos acabado.

Esto plantea graves desafíos para el gobierno entrante. No solo una derecha envalentonada será una molestia constante para Da Silva, sino que además lo obligará a depender de los partidos de centro, lo que despeja el camino al intercambio de favores —que con frecuencia genera corrupción— que ha perjudicado a la democracia brasileña desde su origen. Aun así, no se debe infravalorar esta oportunidad para emprender una nueva trayectoria política. Se podría desplazar a la extrema derecha de vuelta a los márgenes, tras haber ocupado la presidencia. Como mínimo, quizá tengamos un gobierno más preocupado por la creciente desigualdad y el hambre que por el número de seguidores en sus carreras en motocicleta. Eso por sí solo ya es un bálsamo.

Y lo que es fundamental: los brasileños deberían poder volver a hablar de temas más urgentes, como el déficit de vivienda del país, la educación pública, la policía militar y el racismo. Tal vez podríamos incluso hablar de cosas que nos interesan y nos asombran, que nos resultan placenteras. (Tortugas y astronomía, ¿se apunta alguien?) Después de todo lo que hemos pasado, nos merecemos disfrutar de un cierto respiro de la locura.

Vanessa Barbara es columnista de The New York Times.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Bolsonaro y su temor

/ 10 de agosto de 2022 / 01:38

“Quiero que esos sinvergüenzas lo sepan”, dijo el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, a sus seguidores el año pasado. “¡Nunca iré preso!” Tiende a exaltarse cuando habla de la posibilidad de ir a prisión. El destino de la expresidenta de Bolivia Jeanine Áñez, quien hace poco fue sentenciada a prisión, presuntamente por haber orquestado un golpe de Estado, se percibe con fuerza en el aire. Para Bolsonaro, es una advertencia. De cara a las elecciones presidenciales de octubre, que según todas las proyecciones perderá, Bolsonaro está visiblemente preocupado de también ser arrestado por, como trató de minimizarlo sin dar más detalles, “actos antidemocráticos”. Ese temor explica sus intentos desesperados por desacreditar las elecciones antes de que se lleven a cabo.

Bolsonaro tiene bastantes razones para temer ir a prisión. De hecho, cada vez es más difícil seguir la pista a todas las acusaciones contra el Presidente y su gobierno. Para empezar, está el asunto no menor de la investigación del Supremo Tribunal Federal de Brasil sobre los aliados de Bolsonaro debido a su participación en una especie de “grupo paramilitar digital” que inunda las redes sociales con desinformación y coordina campañas de desprestigio en contra de sus opositores políticos. En una investigación relacionada, el propio Bolsonaro está siendo investigado por su “participación directa y relevante” en la promoción de desinformación, según describe el informe de la Policía Federal.

No obstante, los delitos de Bolsonaro distan de limitarse al mundo digital. Los escándalos de corrupción han definido su mandato y la podredumbre comienza en casa. Dos de sus hijos, que también son servidores públicos, han sido acusados por fiscales estatales de robar fondos públicos de manera sistemática al embolsarse parte de los salarios de asociados cercanos y empleados inexistentes en sus nóminas. Acusaciones similares, relacionadas con su periodo como legislador, se han esgrimido contra él. Las acusaciones de corrupción también giran en torno a altos mandos del Gobierno. Además, está el informe nada favorecedor de la comisión especial del Senado sobre la respuesta de Brasil al COVID-19, que describe cómo el Presidente contribuyó a la propagación del virus y puede considerársele responsable de hasta 679.000 muertes en Brasil.

¿Cómo responde el Presidente a este pliego de cargos que se acumulan? Con órdenes para reservar la información. Si ellas no funcionan, queda la obstrucción de la Justicia. Pero para ejercer ese poder necesita seguir en el cargo. Con eso en mente, Bolsonaro ha estado repartiendo altos cargos en el Gobierno y usando una reserva de fondos, conocida como “el presupuesto secreto” por su falta de transparencia, a fin de asegurarse de contar con el apoyo de los legisladores de centro. Dada la fuerza que han cobrado las demandas de destitución —desde diciembre de 2021 se han presentado más de 130 solicitudes en su contra— necesita todo el apoyo que pueda reunir.

El mayor reto es ganarse al electorado y Bolsonaro recurre de nuevo a triquiñuelas y soluciones alternativas. En julio, el Congreso aprobó una reforma constitucional que le otorga al Gobierno el derecho a gastar $us 7.600 millones adicionales en pagos de asistencia social y otras prestaciones hasta el 31 de diciembre. Si suena como un intento descarado de conseguir apoyos en todo el país es porque lo es. Nadie sabe si esto ayudará a su causa. Pero las señales que envía son inconfundibles: Bolsonaro está desesperado por evitar la derrota. Y tiene muchas razones para querer evitarla.

Vanessa Barbara es columnista de The New York Times.

Comparte y opina:

Bolsonaro, más desesperado

/ 18 de septiembre de 2021 / 01:51

Durante semanas, el presidente de Brasil Jair Bolsonaro le ha estado pidiendo a sus simpatizantes que salgan a las calles a protestar. Es por eso que el 7 de septiembre, el Día de la Independencia de Brasil, anticipaba un poco la posibilidad de ver turbas de personas vestidas con camisetas amarillas y verdes, armadas, algunas con sombreros peludos y cuernos, asaltar el edificio del Supremo Tribunal Federal, en nuestra propia versión de los ataques al Capitolio.

Afortunadamente, eso no fue lo que sucedió. (La multitud al final se fue a casa y nadie intentó sentarse en las sillas de los magistrados del Tribunal Federal). Sin embargo, los brasileños no se salvaron del caos y la consternación.

Para Bolsonaro fue una demostración de fuerza. Por la mañana, cuando se dirigía a una multitud de aproximadamente 400.000 personas en Brasilia, dijo que tenía la intención de utilizar el tamaño de la multitud como un “ultimátum para todos” en las tres ramas del gobierno federal. Por la tarde, en un mitin en São Paulo con 125.000 personas, el Presidente calificó a las próximas elecciones de 2022 como “una farsa” y dijo que ya no acatará las sentencias de uno de los magistrados del Supremo Tribunal Federal. “Que lo sepan los canallas de una vez”, gritó. “¡Nunca iré a la cárcel!”

Parece ser parte de un plan. Al buscar una confrontación en particular con el Supremo Tribunal Federal, Bolsonaro está tratando de sembrar las semillas de una crisis institucional, con miras a permanecer en el poder. El 9 de septiembre trató de recular un poco: a través de una declaración escrita dijo que “nunca tuvo la intención de atacar a ninguna rama del gobierno”. Pero sus acciones son claras: está amenazando con dar un golpe de Estado.

Quizás esa sea la única salida para Bolsonaro (aparte de gobernar de manera adecuada al país, algo que al parecer no le interesa). Las excentricidades del Presidente, que sigue cayendo en las encuestas y está amenazado por la posibilidad de un juicio político, son una señal de desesperación. Pero eso no significa que no puedan tener éxito. Bolsonaro tiene buenas razones para estar desesperado. El mal manejo de la pandemia de COVID-19 por parte del Gobierno le ha causado la muerte a 587.000 brasileños; el país enfrenta tasas récord de desempleo y desigualdad económica; y también está azotado por una inflación en aumento, la pobreza y el hambre. Ah, y también viene en camino una enorme crisis energética.

Esto ha mermado la posición de Bolsonaro con los brasileños. Y las cosas no lucen bien de cara a las elecciones presidenciales del año que viene. De hecho, las encuestas sugieren que será derrotado. Luiz Inácio Lula da Silva, el político de centro izquierda y expresidente, aventaja con comodidad a Bolsonaro. Tal como están las cosas, Bolsonaro perdería contra todos los posibles rivales en una segunda vuelta.

Esto explica el afán de Bolsonaro por insistir en las acusaciones infundadas de fraude en el sistema de votación electrónica de Brasil. Ha amenazado repetidas veces con suspender las elecciones si el sistema de votación actual permanece vigente, y aunque el Congreso rechazó hace poco su propuesta de exigir recibos impresos, Bolsonaro sigue poniendo en duda el proceso electoral (¿les suena familiar?).

Y no hemos mencionado la corrupción. Un número cada vez mayor de acusaciones de corrupción se han realizado contra el Presidente y dos de sus hijos, quienes también ocupan cargos públicos (uno es senador; el otro es concejal de la Cámara Municipal de Río de Janeiro). Los fiscales han sugerido que la familia Bolsonaro participó en un plan conocido como “rachadinha”, que involucra la contratación de asociados cercanos o familiares como empleados para luego embolsarse una porción de sus salarios.

Para Bolsonaro, quien fue elegido en parte por su promesa de acabar con la corrupción, estas investigaciones ensombrecen su panorama. En este contexto de ineptitud y escándalo, los eventos del 7 de septiembre fueron un intento de distraer y desviar la atención, y, por supuesto, de cimentar las divisiones. Y los esfuerzos para destituir a Bolsonaro por la vía parlamentaria están estancados.

No hay tiempo que perder. Las manifestaciones de la semana pasada no fueron simplemente un espectáculo político. Fueron otra acción más para fortalecer la posición de Bolsonaro para una eventual usurpación del poder antes de las elecciones del año que viene. No obtuvo exactamente lo que quería —el número de simpatizantes, aunque sustancial, fue mucho menor de lo que esperaban los organizadores— pero seguirá intentándolo.

El 7 de septiembre marca otro momento importante en la historia de Brasil: fue el día en el que los objetivos totalitarios de nuestro Presidente quedaron claros. Para nuestra joven democracia, podría ser una cuestión de vida o muerte.

Vanessa Barbara es escritora y columnista de The New York Times.

Comparte y opina: