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El corto plazo como pan de cada día

ARCILLA DE PAPEL

Octubre en Bolivia es siempre un mes particular. Es como si concentrara todas las energías de los conflictos sociales, como si en nuestro imaginario fuese el último mes para arrancar reivindicaciones al Estado.

Cada año en octubre, en un tinku ritual, la gente se organiza para pelear en conjunto. Y cuando creemos que el país está a punto de estallar, llegamos al 2 de noviembre, Día de Todos Santos y, como tenemos que ocuparnos de nuestros muertos, aceptamos soluciones temporales y precarias que nos dan un corto respiro para las fiestas navideñas, el año nuevo y el carnaval. Retomamos nuestro espíritu de confrontación en marzo, cuando nos preparamos para las negociaciones del incremento salarial. Ese es el calendario de la conflictividad que nos acompaña desde que tengo memoria. Octubre negro es el sino que siempre marcará el espíritu del décimo mes del año.

Este año la épica del conflicto tiene un nombre: el Censo de Población y Vivienda como bandera en el conflicto por la distribución de la renta estatal. Fijar la fecha de su realización será solo el inicio de una serie de confrontaciones que nos esperan: legitimidad del padrón electoral, distribución de escaños, selección de candidatos para elecciones judiciales, y un largo etcétera. Los tiempos actuales prometen mantenernos en vilo con una sobrecarga de demandas frente a un Estado con poco margen fiscal para soluciones de largo plazo. Bienvenidos al tiempo de la alta fragmentación, con variados grupos con capacidad al veto sobre el Estado y sin un horizonte de proyecto país. Son tiempos de fragilidad y lógica de sobrevivencia.

Y en esos tiempos tan inciertos, preocupa el marcado descrédito de las instituciones que algunas encuestas reflejan. La más actual, el cuarto Informe Delphi de la Friedrich-Ebert-Stiftung (FES), revela que ninguna institución boliviana alcanza ni el 30% de credibilidad en la ciudadanía. Los casos extremos del descredito son los partidos políticos (con 87% de entrevistados que les asignan una baja o muy baja credibilidad), los medios de comunicación (56% de descrédito) e incluso la Conferencia Episcopal (56% de descrédito). En los datos consignados por los informes periódicos de Diagnosis, el 51% de los entrevistados considera que la democracia en Bolivia funciona muy mal o es una dictadura con fachada democrática.

El espíritu de nuestra época parece ser la desconfianza y la contingencia y, por tanto, “capear la tormenta” es la forma que asume la gestión política estatal. Esto nos enfrenta a una serie de arreglos parciales y temporales hasta que la siguiente tormenta nos azote. Y no son buenas noticias enfrentar la tempestad con un descreimiento generalizado en las instituciones, quienes tienen por finalidad principal reducir la incertidumbre.

Con esa lógica, podemos sostener que en la actualidad vivimos la hegemonía del cortoplacismo como estructura de las relaciones políticas del país. Un día a la vez, parece ser la consigna. Dado que en el debate público es un momento de escasos horizontes compartidos e incluso ausencia de narrativas programáticas, es normal sentir un desincentivo de pensar la vida en el largo plazo. Y la inercia de este momento conlleva la aceptación de cosas cuya factura la pagaremos muy caro, como, por ejemplo, la aprobación en La Paz de la Ordenanza Municipal que autoriza la construcción de edificios de 40 pisos, o acuerdos con cooperativistas mineros auríferos que pagando impuestos ínfimos condenan nuestros ríos a la contaminación con mercurio o, como parece que va a ocurrir, llevar adelante un censo que ha perdido su función de instrumento técnico para el diseño de políticas públicas.

Lourdes Montero es cientista social.