Europa me recuerda últimamente a las primeras semanas de la pandemia: vivimos con la sensación de que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina. Ahora la zozobra en torno a las armas nucleares de Rusia ha sustituido al virus en la conversación pública.

Es improbable que el invierno de Putin acabe con el compromiso de Europa con Ucrania. Los gobiernos aliados pueden cambiar, pero las sanciones seguirán en vigor. Sin embargo, esta guerra no durará eternamente. Y será en la paz, más que en la guerra, cuando se evidenciarán las tensiones en Europa.

Hay tres campos de pensamiento distintos en cuanto a cómo debería acabar esta guerra: el de los realistas, el de los optimistas y el de los revisionistas. Los llamados realistas creen que el objetivo de Europa debería ser que Rusia no gane, que Ucrania no pierda y que la guerra no se extienda. Consideran, correctamente, que el actual conflicto es más peligroso que el enfrentamiento soviético-estadounidense durante la Guerra Fría.

El segundo campo es el de los optimistas. Para ellos, el fin de la guerra no es solo una victoria ucraniana, sino el fin de Vladimir Putin. A Rusia no solo hay que pararla: también hay que derrotarla.

Los revisionistas no ven la guerra en Ucrania como una guerra de Putin, sino como una guerra de los rusos. Opinan que la única garantía de paz y estabilidad en Europa después de esta guerra sería el debilitamiento irreversible de Rusia, incluida la desintegración de la Federación de Rusia. Abogan por ayudar a los movimientos separatistas del país y por mantener a los rusos alejados de Europa, con independencia de los cambios políticos que se puedan producir en Rusia.

Cada una de estas escuelas de pensamiento tiene sus detractores razonables. Quienes critican el enfoque realista insisten con razón en que ya se probó el realismo en 2015, tras la invasión rusa del este de Ucrania, y no funcionó. A los realistas mágicos les aqueja un exceso de optimismo respecto a que Putin tiene los días contados. Además, el cambio de régimen deseado por los optimistas es más difícil en la práctica, porque ¿cómo podrían mantenerse unas negociaciones basadas en tales fines deseados? Y los llamamientos de los revisionistas a desmantelar o desfigurar Rusia podrían tener la involuntaria e indeseada consecuencia de darles a los rusos motivos para luchar en esta guerra, algo que Putin no ha conseguido.

Cuando las tropas rusas estaban a las afueras de Kiev, las diferencias entre los realistas, los optimistas y los revisionistas no eran críticas. El único objetivo era impedir que Ucrania fuese invadida y que Putin lograse la victoria. Pero los éxitos del ejército ucraniano en los últimos meses han acercado esas diferencias al centro del debate europeo. Es la divergencia de opiniones sobre cómo debería acabar la guerra, y no las amenazas de Putin, lo que de verdad pone en riesgo la unidad europea. Lo veremos este mismo invierno, cuando la presión pública para empezar a negociar con Moscú vaya en aumento.

Los relatos y puntos de vista divergentes sobre el fin deseado de esta guerra tienen tanta carga emocional y moral, que cualquier acuerdo será exasperantemente complejo. Pero se necesita con urgencia un marco de trabajo común para alcanzar una resolución de la guerra. Sin él, el miedo de los ucranianos a que Occidente los traicione y el miedo de Putin a la humillación militar de Rusia alimentan la escalada hasta el extremo.

Ivan Krastev es columnista de The New York Times.