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Sunday 21 Apr 2024 | Actualizado a 15:17 PM

La ‘terapia de Instagram’

Tara Isabella Burton

/ 22 de noviembre de 2022 / 01:11

Si tomamos como referencia lo que se dice en internet, la salud mental colectiva de Estados Unidos está en ruinas. Antes de las elecciones de mitad de mandato, algunos de nosotros padecíamos un “trastorno por el estrés de las elecciones”; otros han abandonado Twitter, que ahora es propiedad de Elon Musk, como una manera de poner límites. Nuestras vidas políticas están saturadas del lenguaje y las imágenes que se utilizan en terapia. Lo mismo ha sucedido en nuestras vidas personales: el lenguaje para hablar del “trauma” y los “estilos de apego” se ha convertido en una manera común para comprendernos a nosotros mismos y a nuestras relaciones.

No tiene nada de malo que haya más conciencia sobre la importancia de la salud mental, sobre todo tras una pandemia agotadora. Pero en muchos casos, la prevalencia de lo que Katy Waldman de The New Yorker ha denominado la “terapia de Instagram” ha exacerbado una tendencia cultural más amplia hacia el solipsismo disfrazado de “autocuidado”. La idea del autocuidado, a su vez, se ha divorciado en gran medida de sus vínculos con el activismo y ahora suele usarse para enmarcar acciones placenteras individuales, por ejemplo, tomar un baño de burbujas o cancelar los planes, como algo loable, e incluso necesario, desde una perspectiva moral. La exhortación a cuidar de nosotros mismos, para proteger nuestro bienestar mental al precio que sea, se ha convertido en un mantra para una ideología que se ha vuelto dominante recientemente.

No es solo el hecho de que esta terapia de Instagram les dé a sus adeptos una excusa conveniente para no asistir a cenas con amigos o silenciar nuestros teléfonos cuando un amigo nos manda un mensaje llorando. Más bien, el problema es que, según este evangelio de autorrealización que se ha vuelto tan prevalente, la búsqueda de la felicidad privada se ha vuelto cada vez más celebrada en el ámbito cultural como el máximo objetivo. El ser “auténtico” —para usar otro término popular— se caracteriza por deseos personales y anhelos individuales. En cambio, las obligaciones, incluidas las obligaciones hacia personas imperfectas y a menudo difíciles, suelen plantearse como meras circunstancias desagradables, que perjudican la búsqueda solitaria de la mejor versión de nuestra vida. Los sentimientos se han convertido en una guía autorizada de lo que debemos hacer, a expensas de nuestro sentido de obligación comunal.

Es fácil ver con cinismo la proliferación de la cultura de la terapia y el egocentrismo inherente que promueve. Pero creo que la creciente popularidad del diálogo en torno a la terapia no se debe tanto a un egoísmo generacional o cultural sino a un hambre cultural: la necesidad compartida de un marco de referencia para hablar sobre las preguntas fundamentales de nuestra existencia como seres humanos y un sentido compartido de que una buena vida depende de algo más que solo nuestras circunstancias materiales.

Es precisamente ese rechazo de nuestras vidas comunitarias lo que hace de la cultura de la terapia —al menos la versión que se presenta en las redes sociales y en la publicidad del bienestar— un sustituto tan imperfecto. La idea de que somos “auténticos” solo cuando nos aislamos de los demás, de que las partes más verdaderas y fundamentales de nuestra humanidad se pueden hallar en nuestros deseos y no en nuestras obligaciones, corre el riesgo de alejarnos de una de las verdades más importantes de la existencia humana: somos animales sociales. Y, aunque el llamamiento a romper con lo “tóxico”, o seguir el mantra de “vivir la mejor versión de tu vida”, o de que “eres suficiente” bien podría funcionarnos a algunos de nosotros en casos particulares, la normalización de narrativas de liberación personal amenaza con debilitar aún más nuestros lazos sociales de por sí desgastados.

Resulta que tal vez no somos suficiente, al menos no por nuestra cuenta. Necesitamos un relato cultural compartido que refleje eso.

Tara Isabella Burton es escritora y columnista de The New York Times.

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La historia de la ‘manifestación’

Hoy, como en el siglo XIX, la creencia de que podemos hacer realidad las cosas también tiene un lado oscuro

Tara Isabella Burton

/ 13 de marzo de 2024 / 06:28

La realidad es lo que tú haces, al menos según aquellos que creen en la manifestación, el arte y la ciencia cuasi espiritual de hacer que las cosas existan a través del poder del deseo, la atención y el enfoque. ¿Quieres mejorar tu salud, ganar más dinero o conseguir más seguidores en Instagram? Créelo lo suficiente, insisten una gran cantidad de personas influyentes que “se manifiestan” en TikTok, y las vibraciones del universo harán realidad lo que deseas.

En cierto modo, esta es una nueva tendencia. La idea de manifestarse tal como se entiende hoy en día ganó popularidad como parte del auge del espiritismo en línea y la filosofía de autoayuda que surgió durante la pandemia. Según datos de Google, las búsquedas en línea de “manifestación” aumentaron más del 600% durante los primeros meses de la pandemia.

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Pero si bien la idea de manifestarse puede parecer moderna, el instinto de combinar fuerzas espirituales, resultados políticos y económicos y nuestros propios deseos personales es parte de una larga tradición estadounidense que se remonta a mucho, mucho más tiempo que la pandemia.

Para comprender la cultura que se manifiesta hoy en día y lo que significa, debemos mirar más profundamente en la historia: más allá del siglo XXI y hasta el XIX, hasta una tradición religiosa estadounidense poco conocida pero alguna vez extraordinariamente popular conocida como Nuevo Pensamiento, o la “cura mental”.

El Nuevo Pensamiento ofrecía una teodicea económica conveniente: una manera de explicar y justificar la desigualdad de riqueza como una especie de jerarquía espiritual, con los ricos en la cima y los que sufren en la base. Y es notable que la manifestación, descendiente moderna del Nuevo Pensamiento, adquiera prominencia en un momento en que la desigualdad económica vuelve a alcanzar su nivel más alto de todos los tiempos.

Si bien el Nuevo Pensamiento puede no estar vivo hoy en la misma forma, su legado es claramente visible en la vida estadounidense. En los círculos evangélicos, se ha alquimizado en el Evangelio de la Prosperidad: la idea de que la oración (y el diezmo) serán recompensados con el éxito material en esta vida. Según un estudio, tres cuartas partes de los cristianos estadounidenses dicen estar de acuerdo con la afirmación «Dios quiere que prosperemos financieramente».

Los ecos del Nuevo Pensamiento también son visibles en nuestra política, donde la autoinvención y la idea de que la realidad puede y debe someterse a la creencia nunca han estado más de moda. El ejemplo reciente más notorio es el del excongresista de Nueva York George Santos, cuyas absurdas fabricaciones lo llevaron a ser elegido para un cargo público. Y, por supuesto, está el expresidente y actual favorito republicano, Donald Trump, cuyos legendarios delirios de grandeza ayudaron a llevarlo al cargo más alto del país.

Hoy, como en el siglo XIX, la creencia de que podemos hacer realidad las cosas también tiene un lado oscuro. En una era en la que las mentiras extravagantes pueden influir y de hecho influyen en las elecciones, manifestarse se ha convertido tanto en ejercer influencia sobre los demás como en mejorar las propias finanzas, curarse de una enfermedad, autorrealizarse o vibrar.

Solo comprendiendo la tradición religiosa y oculta de la que desciende el concepto de manifestación podremos verlo tal como es en realidad: una glosa espiritualizada de la misma lógica engañosa que sugiere que la pobreza es una elección y que sustenta tantas cosas políticas. Después de todo, si la realidad es solo lo que nosotros hacemos, entonces aquellos que tengan menos escrúpulos a la hora de conformarse a la verdad serán los que tendrán más poder para moldear el futuro.

(*) Tara Isabella Burton es escritora y columnista de The New York Times

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