Nos dicen que no hagamos alarde de eso. Nos dicen que no se los restreguemos en la cara. Nos dicen que no hablemos de ello. Nos dicen que todo estaría bien si tan solo lo mantuviéramos en privado y a puertas cerradas. Nos dicen estas cosas durante la cena de Acción de Gracias, en Navidad, después de que los niños abren sus regalos, mientras está el juego de fútbol americano y queríamos intentar hablar, explicar, darles la oportunidad de vernos, de amarnos. No queremos rendirnos, no todavía.

Cuando escuché la noticia del tiroteo en el Club Q, un club nocturno de la comunidad LGBTQ en Colorado Springs, no pude evitar pensar en el discurso que escupen personas como el psicólogo cristiano James Dobson.

Algunas de nosotras crecimos y nos fuimos a ciudades donde podíamos sentirnos, si no exactamente seguras, al menos un poco menos solas. Cuando los niños duermen, cuando nuestra mamá quiere ver Qué bello es vivir, algunos y algunas de nosotros vamos al bar. No es necesario conocer a nadie ahí. No necesitamos que nadie nos acompañe. No necesitamos saber si es una noche de baile o un espectáculo de drag. Estaremos bien.

Aquí es donde estamos a salvo. Para muchos de nosotros, es el único lugar. Nos habían dicho que detrás de esas puertas cerradas estaría bien. Ahí nos dejarían en paz. Hemos escuchado el pánico con el que se habla de las reinas drag y sería difícil no reírse si no supiéramos la intención detrás del pánico fabricado. Las reinas drag hablan de sexo como los políticos hablan de pensamientos y oraciones y los cristianos hablan de amor. Todos saben que están mintiendo. Las reinas drag saben ser parte de la broma.

Si alguna vez estuviste en un bar gay durante un día festivo o si alguna vez trabajaste en un bar gay durante un día festivo —yo lo hice—, sabes que es posible ver la transformación de las personas que cruzan esas puertas: los músculos de la mandíbula y los hombros se relajan; a mitad del camino, las caderas comienzan a balancearse; entre la puerta principal y el bar, el tono de voz cambia. Ves a la gente convertirse en ellos mismos cuando beben ese primer trago, el trago medicinal, y luego encuentran amigos en el bar o en el patio. Es hermoso y trágico.

Es trágico porque nunca nos iban a dejar en paz. Por mucho que lo mantuviéramos en silencio, por mucho que lo escondiéramos frente a ellos. La policía entró en nuestras casas y nos sacó esposados, publicó las fotos policiales en los periódicos para que nuestros jefes, familias y vecinos supieran lo que nos habían dicho que mantuviéramos en secreto. Los militares nos acosaron y nos amenazaron y nos echaron, aunque decían que no preguntarían si no lo decíamos.

No quieren que nos sintamos seguros. No quieren que estemos a salvo. Joshua Thurman, en una entrevista entrañable poco después de que sobrevivió al tiroteo el fin de semana pasado, preguntó: “¿A dónde se supone que debemos ir?” Nos defendimos el sábado por la noche en Colorado Springs, durante el tiroteo. Fueron los clientes del club quienes detuvieron al atacante, lo tiraron al suelo y lo sometieron hasta que llegó la policía, y cuando llegaron, esposaron a uno de esos clientes, quien después relató que la policía lo metió en una patrulla, lo que le impidió brevemente atender a los miembros de su familia.

La policía, como institución, no se hizo para proteger a las personas queer, no cuando los políticos infunden miedo sobre las reinas drag y los baños para azuzar a su base evangélica.

Nos protegemos. Lucharemos por los y las nuestras. Siempre hemos tenido que hacerlo. Haremos nuestro luto. Recaudaremos dinero. Nos organizaremos. Y seguiremos luchando, hasta que estemos a salvo, en todas partes. Pero esta noche, voy a ir a un bar gay. Tal vez habrá un espectáculo de drag.

Lauren Hough es escritora y columnista de The New York Times.