Soy trabajadora temporal en un almacén de una gran tienda online. Cinco días a la semana, de pie en un puesto con contenedores amarillos rebosantes de ropa devuelta, gano $us 18,75 por hora. Mi trabajo es determinar —en menos de dos minutos— si la prenda se puede volver a poner a la venta. Incluso cuando el artículo pasa mi prueba, en el tejido hay inserto un hilo más profundo del que tirar: ¿por qué compramos ropa de usar y tirar fabricada por trabajadores con salarios bajos, y que tienen un costo para un medioambiente al que ya se le imponen demasiados costos?

En los descansos, nos quejamos de lo difícil que es conseguir meter los maxivestidos en las bolsas de reventa. Hay una libertad que no me esperaba: de la apariencia personal, de las habilidades sociales, de los interminables correos electrónicos, de la ansiedad que solía impregnar las noches de domingo. Sin embargo, mi trabajo está igual de cosido al consumismo como lo estaba mi anterior cargo en la empresa. Y los beneficios de las acciones de ese trabajo de oficina subvencionan mi trabajo en el almacén; el salario por hora no me alcanza para pagar las facturas. Por desgracia, no soy Barbara Ehrenreich.

De los 75 millones de trabajadores del sector de la moda a nivel mundial, se calcula que menos del 2 por ciento perciben un salario digno, según los datos de 2017 recopilados por una organización de defensoría. Cuando compramos moda rápida desde la comodidad de nuestros sofás, estamos financiando un sistema donde trabajadores con sueldos bajos (personas de color, en su mayoría) fabrican la ropa en un extremo del mundo, y otros trabajadores con sueldos bajos (muchos de ellos también personas de color) procesan las devoluciones, ocultos en los suburbios de cemento de las ciudades estadounidenses.

Ahora bien, se podría decir que trabajar en el sector de la ropa podría sacar a las personas de la pobreza y darles oportunidades que antes no tenían. Sin embargo, el mercado de valores de Estados Unidos incentiva el crecimiento perpetuo. Si los consumidores no quieren aceptar unos precios más altos que aumenten el margen de beneficios de una marca, los fabricantes tendrán que ahorrar de otros modos, por ejemplo, con salarios bajos o unas condiciones de trabajo poco seguras.

Pensemos en la economía de una camisa de SweatyRocks de 26,99 dólares. ¿Cómo puede ese precio cubrir el costo de los materiales, la mano de obra, el envío a todo el mundo y la entrega en tu domicilio, por no hablar del costo de una posible devolución al almacén, donde una persona tiene que determinar si llevabas puesta la camisa mientras paseabas al perro? Si esa camisa va al contenedor de lo no vendible, podría acabar en un vertedero donde el poliéster tardará hasta dos siglos en biodegradarse. De hecho, el 66 por ciento de la ropa desechada acaba en el vertedero cada año, y otro 19 por ciento es incinerada, según un informe de 2018 de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos. Las marcas apuntan a los esfuerzos de sostenibilidad, pero la moda rápida es, sencillamente, incompatible con la sostenibilidad. Nos regimos en nuestros actos por la creencia económica de que el crecimiento es ilimitado. Nuestros recursos naturales no lo son.

Cuando la jornada termina en el almacén, la persona responsable preguntará: “¿Quieres saber tu promedio?”, que es el promedio de unidades procesadas por hora. Yo oscilo entre las 23 y las 26. Esa es otra correlación entre el trabajo que hacía antes y el que hago ahora: los datos. En una reluciente sala de juntas de un edificio de oficinas, asistía a intensas revisiones semanales del negocio. Entonces procesaba papeles, no ropa. Un día cualquiera, hay alguien como yo en una sala de juntas, preparándose para responder por qué el procesamiento de las devoluciones sube o baja. En lugar de reportar datos, ahora estoy incrustada en esos datos. Una de las mamás jóvenes con las que empecé a trabajar volvió otra vez a estudiar para obtener el diploma de secundaria. La otra agradece que el horario de este trabajo coincida con las horas de colegio de su hijo. Yo sigo intentando responder a mi pregunta inicial. Lo que he aprendido entretanto es que, esté en el edificio de oficinas o en el almacén, soy parte de un patrón tejido con trabajadores del textil en el extranjero, tripulaciones de buques cargueros, conductores de reparto, directores corporativos que intentan explicar puntos de datos y trabajadores de almacén. Sostenemos un sistema de ropa desechada que no merecía su viaje alrededor del mundo o el número de manos que la tocaron.

Rachel Greenley es trabajadora temporal en un almacén y columnista de The New York Times.