En casa tenemos un pequeño olivo. Quiero decir: en una habitación soleada de mi departamento hay un olivo flaco y joven en una maceta.

No es la primera vez que tenemos un árbol en interiores. Hace un par de diciembres alquilamos un pino de Navidad que venía en una maceta. En enero, la empresa que nos lo rentó pasó a recogerlo para plantarlo en un bosque cercano a Ciudad de México. La idea resultaba reconfortante: disfrutar del árbol y luego devolverlo a la naturaleza.

En un planeta que se calienta, se deshiela y se incendia, los árboles son cruciales.

En grandes cantidades, como en los bosques tropicales, atrapan las emisiones de efecto invernadero. En los parques brindan sombra y solaz. Derribados son cuenco y cuchara, mesa, techo, balsa.

Recién plantados son un voto por el futuro.

Algunos países se debaten entre preservar los bosques o explotarlos. En Brasil, la Amazonía ha sido talada para permitir la explotación ganadera y agrícola. En Congo, se está subastando una extensión de turberas tropicales para la exploración petrolera. En México, la construcción del Tren Maya ha supuesto arrasar árboles en medio de la selva.

Un país intenta un enfoque diferente. Gabón, uno de los productores petroleros más importantes de África, está lleno de árboles: 90% de su territorio está cubierto de bosques. Ahora, como escribe Dionne Searcey, es un gran laboratorio de conservación.

El Gobierno comenzó a disminuir sus exportaciones de petróleo, prohibió la exportación de madera en bruto y favoreció una industria maderera local que ya emplea al 7% de la mano de obra del país. También impuso restricciones severas —que limitan la tala a solo dos árboles por hectárea cada 25 años— para conservar su selva tropical. Los países con bosques observan de cerca el experimento.

Hay otras razones menos evidentes para salvar a los árboles: en las últimas décadas, los científicos han descubierto que muchos forman parte de un sistema intrincado de cooperación biológica que, bajo tierra, une las raíces con otros organismos vivientes, específicamente los hongos.

(De hecho, tal vez recuerdes este gran reportaje sobre una expedición científica en Chile de hace unos meses, en el que informamos sobre los esfuerzos para conocer mejor estas redes).

Estos hallazgos sobre la interdependencia y la cooperación se han popularizado y ahora hay libros y series de televisión que promueven la idea de que los árboles se comunican entre ellos. Sin embargo, algunos expertos consideran que se ha exagerado y simplificado esta noción. Recomiendo mucho esta lectura que plantea el debate.

Elda Cantú es columnista de The New York Times.