Algunos recuerdos quedan grabados en la psique de los médicos. He descubierto que es fácil hablar de los recuerdos divertidos, pero los perturbadores son más difíciles. Mis turnos en la sala de urgencias de pediatría durante mi residencia de tres años fueron para mí un recorrido por todos los estadios de la desolación. La cultura de la medicina desaconseja a los médicos como yo llorar, dormir o cometer errores. Y lo que es peor, incluso se nos castiga por buscar atención de salud mental.

Incluso antes de la pandemia de COVID-19, los problemas de salud mental eran un riesgo laboral para los médicos. A pesar de las experiencias agotadoras, la profesión médica suele estigmatizar a los médicos que buscan atención en materia de salud mental y la obstaculiza. Cuando los médicos se arman de valor para buscar ayuda, es posible que tengan que hacerlo en el mismo hospital donde trabajan, donde pueden ser reconocidos por pacientes y colegas.

Glen Gabbard, profesor clínico de psiquiatría de la Escuela de Medicina Baylor, ha dedicado buena parte de su carrera a tratar médicos. Explicó por qué a sus pacientes médicos les cuesta admitir que necesitan atención: “Se supone que debes saber todo en una crisis que pone en riesgo la vida. No puedes dudar”, explicó.

Todo esto ha contribuido a crear una especie de mercado clandestino de atención médica de salud mental. Hay una regla no escrita: Si hay que buscar atención de salud mental, hay que ser discretos. Busca un terapeuta fuera de tu ciudad que documente solo lo mínimo en tu historial, paga solo en efectivo y no dejes que se lo cobren a tu compañía de seguros. Asegúrate de no dejar ningún rastro. El remedio más rápido y sencillo para este problema es eliminar las preguntas sobre la salud mental del médico de las solicitudes de licencia estatal y de los formularios de acreditación de los hospitales. Esto requeriría un cambio de paradigma fundamental para la comunidad médica. Otras soluciones incluyen más tiempo libre para los médicos, políticas integrales de licencia por paternidad y una remuneración adecuada por riesgo laboral.

Un antiguo colega me aconsejó no escribir este ensayo. Siento que me sudan las palmas de las manos mientras lo hago. Pero prefiero ser la doctora que lo confiesa todo en lugar de la que ahoga los recuerdos de los niños muertos en botellas de bourbon o jeringas de fentanilo. Este ensayo no es valiente; es insensato, pero necesario. Es hora de que todos aceptemos que los médicos somos dignos de la misma compasión que les damos a nuestros pacientes.

Nosotros, como médicos, somos testigos de los momentos más amargos y gloriosos de la humanidad, por lo que es natural que nos sintamos profundamente conmovidos y a veces consternados por ello. Reconocer esta vulnerabilidad no es una debilidad. Me hace mejor doctora. Es lo que me permite sostener la mano de un paciente bajo la luz fluorescente de un hospital estéril a medianoche o quitarle a un bebé con dulzura la sangre coagulada de un mechón de pelo.

No tengo todas las respuestas, pero no puedo seguir viendo sufrir a mis colegas. Que los médicos se atrevan a mostrar su humanidad debe estar por encima de la frialdad e indiferencia de los formularios de una institución médica.

Seema Jilani es pediatra y columnista de The New York Times