En mi comunidad, en el sur de Costa Rica, la ceiba es un árbol sagrado. Se eleva por encima de todos los demás árboles en nuestros bosques, con un dosel que puede crecer hasta 70 metros.

Mi pueblo, el bribri, siempre ha mirado nuestras ceibas con asombro y respeto. Las naciones ricas ahora las miran y ven una oportunidad de expiar sus pecados climáticos. Después de décadas y décadas de usar combustibles fósiles, ahora pueden comprar en los mercados de bonos o créditos de carbono, pagando a comunidades como la mía para mantener los bosques tropicales seguros. Usamos el dinero para, por ejemplo, contratar guardabosques que puedan patrullar los límites de nuestras tierras y proteger contra operaciones ilegales de tala, minería y agricultura, evitando así la deforestación que es una fuente importante de emisiones que contribuyen al calentamiento global.

Las empresas que tienen sus propios compromisos para reducir sus emisiones también pueden participar en estos mercados. Destinan grandes sumas de dinero a través de empresas intermediarias que a menudo utilizan el papel de los pueblos indígenas como punto de venta.

En la conferencia climática de las Naciones Unidas en Sharm el Sheikh, Egipto, el mes pasado, uno de los debates más polémicos fue sobre reglas justas para el nuevo sistema de comercio de carbono que se espera que comience en 2024 como parte del acuerdo climático de París.

La falta de regulación actual y la carencia de reglas claras ha provocado que surjan los “vaqueros del carbono”, intermediarios que se han acercado a las comunidades indígenas en Honduras, Brasil y Colombia y los han convencido para que firmen sus derechos sobre el carbono en sus bosques y, a su vez, los pagos que vendrían con ello.

La comunidad internacional ha pedido mercados de carbono de “alta integridad” que reduzcan las emisiones y protejan contra la explotación. Pero eso solo es posible cuando las personas que tienen vínculos espirituales y culturales profundos con el bosque están directamente involucradas.

Incluso los intermediarios que proclaman sus altos estándares éticos a menudo se quedan cortos en las protecciones reales. La coalición LEAF es una iniciativa pública y privada que ha recibido más de 1.500 millones de dólares de corporaciones como H&M, Volkswagen, Amazon, Unilever y BlackRock. LEAF dice que garantiza “los más altos niveles de integridad ambiental y salvaguardas sociales, particularmente para los pueblos indígenas y las comunidades locales”. Pero en la práctica, no ofrece garantías evidentes para los derechos indígenas sobre el terreno.

La integridad ambiental está arraigada en las lenguas indígenas y se transmite de generación en generación. Está enraizada en nuestro sentido de pertenencia por la cultura, la tradición y la espiritualidad. Es fundamental para nuestra identidad. Somos los ojos y los oídos sobre el terreno, y sabemos si el bosque está amenazado. Somos la clave para asegurar que el carbono se quede aquí, en el bosque.

Los intermediarios de bonos de carbono han dicho que la velocidad del cambio climático no nos permite ser parte del proceso de consulta. Pero no podemos ser meros observadores y comentaristas si algo tiene que ver con nuestro bosque. Necesitamos un asiento en la mesa.

Nuestros mayores, mujeres y jóvenes quieren entender lo que se propone. Puede que no suceda tan rápido como les gustaría a estos intermediarios. Pero estas nuevas relaciones entre las corporaciones más ricas del mundo y las comunidades pobres como la mía también deben tener que ver con la participación, los derechos y el conocimiento cultural. El objetivo común no debe ser encubrir los pecados ambientales, sino encontrar soluciones al problema climático que enfrentamos juntos.

Levi Sucre Romero es columnista de The New York Times.