Icono del sitio La Razón

El tiempo pasa…

ABRELATAS

Pablo Milanés canta, acompañado de un tenue piano: nos vamos poniendo viejos. La nostalgia me instiga a buscar su voz de siempre, esa que escuchábamos una y otra vez en casetes y discos de vinilo; la que tratábamos de imitar en las guitarreadas del tiempo en que no podíamos invocarlo con solo apretar una tecla en la computadora o el teléfono.

Recuerdo la última vez que Pablo vino a La Paz. Nos reunimos en un departamento muy cerca al Teatro al Aire Libre, para ir juntos a verlo. Pero nos entretuvimos conversando y llegamos cuando el concierto ya había empezado. Bajo una intensa lluvia paceña Pablo cantó y Jorge y yo coreamos sus canciones a voz en cuello.

El tiempo pasa y se nos fue Pablo, se nos fue Jorge, se nos fue Enzo… el recuento de ausencias duele más que un disparo de nieve.

Recuerdo que mi abuelo recibía el periódico cada mañana de un canillita amigo. Y antes de leer titulares o columnas, saltaba directamente a los necrológicos para enterarse de “quién se le había adelantado”. Yo sentía esa costumbre un tanto mórbida, pero él sonriente me decía que no había que espantarse. Todos caminamos en la misma carretera hacia la tumba, decía. La diferencia no está en el destino, sino en la manera en que hacemos el recorrido.

Mi hermano Jorge lo recorrió muy rápido, dejando florecer su sentir más puro (como diría Pablo). Su partida me dejó sin palabras. Aun ahora lucho por encontrar una combinación de letras que le haga justicia a su vida, a su muerte, a todo lo bello y doloroso que dejó – como una estela, cuando se nos adelantó en el camino.

Algo muy distinto me pasa con Enzo. No es que su partida haya sido más predecible o menos triste, lo que sucede es que su recorrido fue tan intenso que habría sido impensable que dure más. Dejó a su paso un legado de imágenes con olor a cigarrillo y cientos de anécdotas que quedarán pegadas a la memoria como si las hubiera embadurnado con su inevitable silicona.

La muerte nos deja sintiéndonos vulnerables a la muerte. Nos hace percibir que el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos y hemos dejado de reflejar el amor como lo hacíamos antes. La muerte de seres queridos y contemporáneos nos hace mirar detrás del hombro hacia ese camino que inexorablemente todos recorremos, menos para calcular cuánto nos queda y más para sopesar lo que hasta ahora hemos ido dejando. Qué tipo de estela denuncia nuestros pasos al alejarnos. Entiendo ahora que era con ese sentimiento que mi abuelo leía los necrológicos. Y la comprensión me hace sentir más cercana a la edad de mi abuelo, que a la que yo tenía cuando compartíamos el periódico del desayuno.

Despedimos a Enzo esta semana encontrándonos entre amigos que compartimos con él un tiempo luminoso, cuando teníamos veinte años y entre las conversaciones, los besos y los abrazos no se imponían ni los más pequeños pedazos de razón. Si algo me queda claro es que Enzo fue capaz de escapar a la madurez, al acomodo, a esa tremenda armonía que pone viejos los corazones (como diría Pablo). Él nunca dejó que el paso del tiempo le impida ser fiel a sí mismo. Por eso llegó al final del camino tan joven como lo había empezado. Ay, caraspas! Ojalá seamos capaces de seguir su ejemplo.

Verónica Córdova es cineasta.