Perú: un diseño institucional fallido
Por una casualidad inesperada, la semana pasada me encontraba en Lima viviendo en directo todos los acontecimientos del derrocamiento de Pedro Castillo. Los momentos críticos suelen ser las mejores oportunidades para comprender una sociedad y, sobre todo, visualizar las grietas de su sistema político, así como los problemas institucionales de una arquitectura democrática que provoca una serie de crisis permanentes.
A mi retorno, la pregunta recurrente es ¿qué está pasando en Perú? Pregunta compleja que refiere a una historia que tiene como antecedente seis presidentes en los últimos seis años. La inestabilidad del vecino país está acompañada por una serie de denuncias de corrupción que concluye con la mayoría de sus exmandatarios condenados a prisión. En el caso de Castillo, en tan solo 14 meses de gobierno, fue objeto de seis investigaciones por corrupción y tráfico de influencias. Y, desde octubre, la Justicia interpuso un recurso acusándolo del delito de organización criminal de corrupción.
A esta lucha judicial, Castillo debe sumar su confrontación con el Congreso que despliega una serie de acciones para bloquear al Gobierno; la principal desplegada con la sucesión de mociones de “vacancia presidencial por permanente incapacidad moral”, una figura constitucional particular de Perú que, debiendo ser excepcional, se utiliza con demasiada frecuencia para derrocar presidentes.
A esta batalla permanente, Castillo suma una incapacidad de gestión de su propia coalición. Con un total de 70 ministros en solo un año y dos meses, no solo agrava la inestabilidad política, sino que afecta de manera severa la capacidad de cumplir su oferta electoral, desgastando la confianza popular. La guerra a la que estuvo sometido el gobierno de Castillo es en parte atribuible a un resultado electoral altamente polarizado. La narrativa contra Castillo en campaña y durante su gobierno está marcada por discursos clasistas y racistas, liderados por las élites de Lima.
Así, el miércoles 7 de diciembre, en Perú se desata una crisis democrática que se resuelve en menos de tres horas. Castillo da un mensaje a la nación en el cual anuncia la disolución temporal del Congreso de la República y un gobierno de excepción. Luego del mensaje, se suceden renuncias de la mayoría de su gabinete y del Comandante General del Ejército. Un par de horas después, el Congreso vota la moción de vacancia contra Castillo y juramenta a Dina Boluarte (vicepresidenta en ejercicio) como presidenta.
La gran interrogante es ¿por qué Pedro Castillo hace un intento de golpe de Estado sin respaldo alguno? Llama la atención que Castillo haya tomado una medida tan extrema sin respaldo político (sin acuerdo con su gabinete, su bancada parlamentaria, sus aliados políticos originales); militar, (no contaba con apoyo de las Fuerzas Armadas ni la Policía); ni social, puesto que, si bien había tenido una reciente subida en las encuestas, no contaba con un movimiento social organizado que acompañara esta acción. Aparentemente la apuesta estaba en la movilización potencial del fuerte rechazo de la población al Congreso (85% de desaprobación), a través del posicionamiento de la narrativa de la “dictadura congresal”.
Nos queda claro que la nueva presidenta (y primera mujer en el cargo) tampoco tendrá un camino expedito. Hoy enfrenta la disputa por la composición del gabinete de ministros, sin partido político ni bancada parlamentaria que la respalde. La ahora Presidenta deberá enfrentar la decisión de una gobernabilidad de “pacto” con el Congreso actual, desplegando algunas políticas sociales para preservar su popularidad y así poder llegar hasta el final de periodo, o una apuesta de reforma política más profunda, con convocatoria de nuevas elecciones que la acercaría a la demanda popular, pero sería una clara confrontación con la clase política actual.
Lourdes Montero es cientista social.