Cuando llegó el momento, Neymar no apareció por ninguna parte. Brasil necesitaba marcar un penalti el viernes para seguir en el Mundial, pero Neymar estaba en la línea de medio campo, con los ojos cerrados. Cuando su compañero falló el penal y Brasil quedó fuera del torneo en cuartos de final, Neymar se tiró al suelo con desesperanza. El talismán del equipo, la estrella indiscutible del fútbol brasileño, había sucumbido ante la derrota. La noticia del fracaso ya estaba dando la vuelta al mundo.

Al menos, Neymar está acostumbrado a estar en los titulares. El chico maravilla que se convirtió en el jugador más caro del mundo se había elevado a la categoría de icono futbolístico por su estilo libertino, sus habilidades deslumbrantes y su apariencia llamativa. Sin embargo, a últimas fechas se ha hecho famoso por algo más: una personificación de la unión entre la selección nacional y la política de extrema derecha de Jair Bolsonaro, el presidente saliente de Brasil. Neymar no ha sido tímido sobre su postura.

Los progresistas han intentado rescatar la camiseta de la apropiación bolsonarista, luciéndola en sus propios mítines. Pero el daño está hecho: según un estudio reciente, uno de cada cinco brasileños no llevaría la camiseta por razones políticas. La selección de fútbol, alguna vez el orgullo nacional, se ha convertido en un emblema de polarización. Tras la sorprendente eliminación del equipo en cuartos de final, a manos de Croacia, se ha perdido la oportunidad de que el país se uniera como lo ha hecho antes: en la alegría por un campeonato.

Cuando Bolsonaro comenzó su campaña presidencial en 2018, la selección de fútbol ya estaba firmemente asociada a una agenda de derecha. Durante su mandato, se volvieron inseparables cuando sus simpatizantes tomaron las calles para exigir el cierre del Supremo Tribunal, el levantamiento de las restricciones pandémicas y el fin del voto electrónico. En estas concentraciones, la camiseta nacional compartió el espacio con símbolos de la extrema derecha como banderas neonazis, pancartas con consignas antidemocráticas e incluso antorchas tiki.

¿Y el equipo? Aunque varios futbolistas fueron activos al darle la bienvenida a Bolsonaro a la presidencia, no estaba claro cuál era la posición política de la escuadra. A lo largo de los cuatro años de gobierno de Bolsonaro, el apoyo explícito al Presidente desde dentro de la plantilla fue poco común. Algunos jugadores, como Richarlison, delantero del Tottenham, se expresaron en contra de la politización del equipo. Paulinho, un joven y prometedor delantero, incluso declaró su apoyo para el rival de Bolsonaro en las elecciones, Luiz Inácio Lula da Silva. Por supuesto, la mayoría de los jugadores prefiere mantener un perfil bajo.

No obstante, como todo el mundo sabe, una selección nacional es mucho más que la suma de los jugadores individuales que la componen: es un símbolo. En Brasil, el enredo entre el deporte y la política ha producido algo extraño: una selección nacional que se asocia casi en su totalidad con un proyecto político divisivo y ahora, tras la ajustada victoria de Lula en octubre, con un político derrotado.

Las cosas tal vez no sigan ese curso. En Catar, Richarlison ofreció el momento más memorable, con su asombroso gol contra Serbia; Neymar, tras perderse dos partidos por una lesión, no pudo levantar al equipo hacia el triunfo. En casa, hay sentimientos encontrados. La actuación del equipo, que osciló entre lo sublime y lo aburrido, generó falsas expectativas.

Tras la dolorosa derrota, sigue abierta la pregunta en torno a qué es —y para quién es— la selección brasileña.

Micael Zaramella es historiador y columnista de The New York Times.