En estas últimas semanas, al ver a la gente sopesar alternativas a Twitter, me acordé de algo que ocurre en todos los episodios de ¡A ordenar con Marie Kondo!

Los síntomas del cambio resultante en mi percepción del tiempo fueron muy variados.

Con esto en cuenta, empecé poco a poco a juntar otras cosas; en ese momento, una mezcla de correos electrónicos, grupos de chat y suscripciones RSS. Sin embargo, buscar más contexto suponía a menudo ir más despacio, y, al hacerlo, fui consciente de mis hábitos y expectativas anteriores en relación con el tiempo y los ritmos. La información ya no salía sin cesar de una manguera de incendios, y, aunque me había quejado precisamente de eso, el cambio me hacía sentir incómoda e insatisfecha. ¿Qué estaba pasando por alto? El experto en gestión empresarial Allen C. Bluedorn ha escrito que estas pautas de sincronización pueden persistir en una organización mucho tiempo después de la desaparición del zeitgeber, y es más o menos lo que me pasó a mí.

Muchos años de temporalidad habían dejado una profunda huella en mi cerebro, como si madrugara para ir a un trabajo que ya no tenía.

Con el tiempo, esa huella se volvió más borrosa, y me acostumbré a una definición distinta de “estar conectada”. Sin las constantes actualizaciones, empezaron a asomar las señales de otros tempos: la migración de los patos que llegan al lago cercano, el largo correo electrónico de un amigo que solo escribe cada pocos meses y requiere toda mi atención, la nada glamurosa reunión del ayuntamiento, el largo contexto histórico de algo que ahora está acaparando las noticias. Mi cuerpo, al respirar, comer y dormir, se sentía más real, con más adherencia a las minucias sensoriales del día a día. Incluso podía ver más lejos en ambas direcciones: la del pasado, con todos sus fracasos y triunfos, y la del futuro, donde podría hacer algo aún inimaginable. Pero lo que estoy explicando no fue una progresión lineal, con un punto de inflexión a partir del cual todo cambió. De vez en cuando, vuelvo a sentir la atracción de ese viejo reloj, y tengo que recordar apartarme.

Por supuesto, no todo el mundo tiene tanta suerte. La sincronización de los ritmos del trabajo, la salud o el cuidado de los hijos son más el reflejo de unas relaciones de poder que unas decisiones personales, y ajustar muchas de ellas requerirían la acción colectiva o el apoyo externo. Sin embargo, para muchos de nosotros, enchufarnos al ritmo de las redes sociales puede no ser tan necesario como parece. Si la experiencia que describí te resulta familiar, intenta alejarte. Averigua si las cosas que en un principio buscabas en las redes sociales, incluidas las que nunca encontraste allí, podrían obtenerse mediante canales más lentos, menos comerciales, con menos incentivos para mantenerte enganchado.

En la serie de Marie Kondo, aparte del ajuste de cuentas con el montón de ropa, hay otro momento que se repite en casi todos los episodios. Los clientes, que por lo general empiezan sintiendo terror o impotencia, se sorprenden al darse cuenta de que en realidad están disfrutando del proceso. Al liberarse momentáneamente de los viejos hábitos, manifiestan esa esquiva emoción de tomar decisiones esperanzadas y lúcidas sobre cómo quieren que sea su vida. Al final de cada episodio, el espacio vital transformado no parece salido de una lujosa revista de decoración: solo parece el espacio de alguien que ha tenido el tiempo de pensar las cosas.

Lo mismo puede decirse aquí: al dejar marchar ese ritmo abrumador, estás invitando a venir a otros. Y lo que es quizá más importante: recuerda que el orden lo debes poner tú.

Jenny Odell es columnista de The New York Times.