Y Enrique conoció a Meghan
Hasta el siglo XX, las monarquías eran la norma, no la excepción. Los placeres de pertenecer a una familia real son evidentes: sus países están organizados conforme a los caprichos de un único jefe del Estado que, al menos en el caso de la monarquía constitucional británica, cree que su poder emana del mandato divino y de una línea sucesoria ininterrumpida. Esto, claro está, es un absoluto sinsentido. Es más: las monarquías casi nunca son benévolas, ni siquiera cuando carecen de poder político. A menudo se sostienen sobre una forma u otra de violencia, y son sus súbditos los que subsidian sus vidas bañadas en oro. A cambio, los titulares renuncian a la mayor parte de su intimidad y dedican sus vidas al servicio de la corona.
Mucha gente fantasea con la vida de la realeza, pero, cuando se mira más allá de su obscena riqueza, de la pompa y la ceremonia, el día a día parece absolutamente deprimente. Hay demasiados rigores protocolarios, y muy poco espacio para la individualidad o la humanidad. Emparentarse con la monarquía conlleva un costo muy alto. Cuando el príncipe Enrique conoció a la actriz estadounidense Meghan Markle y se casó con ella, vimos, en tiempo real, el alto precio que la corona estaba dispuesta a cobrarle a una persona sin lazos con la realeza, incluida su vida entera.
En Harry y Meghan, el documental de Netflix, el duque y la duquesa de Sussex explican detalles íntimos de sus vidas, desde su noviazgo hasta la renuncia de sus deberes y privilegios reales y su mudanza a California para criar a su joven familia. Mediante una mezcla de grabaciones históricas, fotos y videos familiares y los finos testimonios de estudiosos, amigos y parientes, los duques de Sussex cuentan una historia que, francamente, ya conocíamos en su mayor parte. Quizá te sorprenda descubrir que la trilogía de películas de Lifetime sobre el noviazgo de Enrique y Meghan se ajusta bastante a la realidad.
Dado que no hay muchas grandes revelaciones en Harry y Meghan, parece que los duques de Sussex hicieron este proyecto porque necesitaban el dinero. Un príncipe está acostumbrado a un cierto estilo de vida. Las medidas de seguridad son caras. Hay que pagar la hipoteca. Exiliados de la familia real, los duques de Sussex saben que su historia es, por ahora, su activo más valioso. Cuando te han malinterpretado y calumniado, lo único que quieres es que la gente sepa la verdad como tú la has experimentado. Dado que quieres que te comprendan, supones erróneamente que, si la gente conoce hasta el último detalle, acabará empatizando con tu sufrimiento. Ojalá fuera así.
La monarquía británica es una institución envejecida que se define por la tradición, el autoengaño e incluso la soberbia. Por muy populares que sean los chismes sobre la realeza, el poder, la influencia y la relevancia de la monarquía están debilitándose. Cuando Enrique conoció a Meghan, la familia real tuvo una oportunidad única para evolucionar y modernizar una institución profundamente problemática. Pudieron haber adquirido relevancia en un mundo diverso y complejo. En el documental, Enrique y Meghan dicen que habrían trabajado por la monarquía durante el resto de sus vidas si la familia real les hubiese brindado un mínimo de consideración y protección. Querían que la familia real acogiera el papel de Meghan en la vida de Harry y lo utilizaran — la utilizaran— en su propio beneficio. En cambio, hicieron todo lo contrario, una y otra vez.
Como mejor se entiende Harry y Meghan es como una denuncia de lo que dejaron atrás y como declaración de independencia. Aunque solo fuera verdad una parte de las afirmaciones de la pareja —y yo las creo todas— el trato de la monarquía británica a Meghan marcará a la monarquía mientras dure. En toda historia hay dos versiones, pero es difícil interesarse demasiado por la parte que no dejó de aprovecharse de ninguna vulnerabilidad en nombre de la pervivencia. Durante unos breves instantes, existió la esperanza de que la monarquía pudiera dirigirse a una variedad de personas mucho más amplia y que, de ese modo, cambiara.
Creo que, si se lo hubiesen permitido, Enrique y Meghan habrían liderado ese cambio, lo que también es probablemente parte del motivo por el que se vieron desplazados. Los duques de Sussex eran increíblemente populares en el Reino Unido, Australia y Sudáfrica y en toda la Mancomunidad. De haber permanecido en la monarquía, habrían sido una amenaza cada vez mayor.
Y, aun así, también tengo esto presente: Enrique y Meghan parecían contentos con ser parte de la familia real, si la familia real estaba dispuesta a acoger el cambio. Pero lo que hace falta no es cambiar la monarquía. Lo que hace falta es desmantelarla. Si Enrique y Meghan hubiesen reconocido esto, su historia habría sido infinitamente más interesante.
Roxane Gay es columnista de The New York Times.