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Golpistas en Alemania

En la primera semana de diciembre se produjeron —casi simultáneamente— tentativas de golpe de Estado en dos países disímiles y distantes entre sí: Perú y Alemania, ambos fracasaron estrepitosamente. En Lima, el presidente Pedro Castillo pretendió concentrar en sí mismo todos los poderes del Estado, para evadir su probable destitución por probados cargos de corrupción. Fue un fallido ensayo de dictadura que el principal protagonista de aquella ópera cómica dice no acordarse. En cambio, en Berlín, 25 sospechosos fueron inculpados de urdir la destrucción del Estado, cuyo plan comprendía la toma del Parlamento, el arresto de los legisladores, la ejecución del Canciller y la instauración en el mando de Heinrich XIII de Reuss (71), oscuro príncipe de la nobleza alemana, quien fuera también parlamentario. Para facilitar la tenebrosa tarea, el sistema eléctrico sería interrumpido y teléfonos satelitales estaban ya a disposición de los implicados. La Policía Secreta (BKA) en coordinación con las fuerzas especiales (KSK) movilizaron 3.000 agentes y allanaron 150 casas sospechosas donde se incautaron equipos militares que incluían armas, municiones, cuchillos, larga- vistas de visión nocturna, cascos y espadas, además de dinero en efectivo (100.000 euros). Como soporte logístico, los conspiradores se apoyaban en los Reichsbürger (ciudadanos del Imperio), una organización que desconoce al Estado alemán, al que considera como mera marioneta de imaginarias logias supranacionales. Su membrecía creció de 2.000 a 21.000 militantes favorecida por la resistencia a las limitaciones impuestas para controlar la pandemia del COVID- 19. Esa tendencia negacionista tiene también lazos con la AfD (Alternativa para Alemania), el partido político legal de extrema derecha, asimismo posee nexos con militares y policías en retiro y hasta en servicio activo. Los involucrados están intoxicados con las fantasías conspiracionistas evocadas por la secta americana QAnon, que de banal subcultura internauta ha evolucionado en movimiento de masa que a veces adquiere fuerza política, capitalizando, por ejemplo, las protestas contra las restricciones decretadas durante la pandemia, para difundir sus creencias complotistas, particularmente aquella que insiste en que la Alemania emanada de la Segunda Guerra Mundial, no es país soberano sino una corporación montada por las potencias aliadas al final de la contienda. La aparición de los Reichsbürgers no es nueva, pero sus estruendos causaban más hilaridad que preocupación tal sus consignas de boicotear el pago de impuestos o de devolver sus pasaportes, como señales de desconocimiento de la República federal, parecían grotescas caricaturas. Con el destape del putch, ahora sí se los toma en serio, porque la lista de 18 nombres de políticos y periodistas, considerados enemigos, que debían ser fusilados, incluía al canciller Olaf Scholz y a algunos ministros, con datos tan ciertos y precisos que simulaban una ordenanza militar.

Las redadas a lo largo del territorio alemán no han acabado y sus ramificaciones internacionales son minuciosamente examinadas, especialmente los esfuerzos de Henrich XIII, el príncipe golpista, por establecer contacto con el régimen ruso a través de su embajada en Berlín. Sin embargo, se sabe que no encontró respuesta positiva y, el portavoz oficial moscovita, descartó el rumor, declarando que el episodio era “un problema interno” del Gobierno federal.

Finalmente, asombra y alarma que la fiebre complotista llegue a motivar grupos organizados que realmente pretendan demoler el Estado e instaurar nuevamente la concepción imperial del Reich.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.