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Sunday 21 Apr 2024 | Actualizado a 17:44 PM

Sobre la ‘tribu carai’ (II)

/ 31 de diciembre de 2022 / 01:22

En la lucha de la tribu carai por resguardar su estructura de poder, la identidad regional camba opera como parte de sus mecanismos de control y ordenamiento poblacional. Para esto han hecho un trabajo previo de gambetas y malabarismos discursivos, quitándole “lo indio” a “lo camba” para así (“purificado”) apropiárselo como su identidad.

A finales del siglo XIX los carai presumían de ser “blancos puros” y descendientes directos de los colonizadores españoles. En ese tiempo, Gabriel René Moreno decía “el artículo inviolable de doctrina popular cruceña: los enemigos del alma son tres: colla, camba y portugués”. Veían como enemigos, entre otros, a los cambas (los “indios” del oriente) y, por lo mismo, no se identificaban de ese modo, menos aún como “nación camba” (eso hubiera sonado a “nación de indios”).

La cosa cambia después de la llamada “revolución nacional” (1952) y de la ampliación formal de la ciudadanía. Esto significaba un riesgo a la forma de reproducción (familiar estamental) que ha sostenido la tribu carai; sin embargo, se ven obligados a incluir a los indígenas en su retórica y en ese proceso resignifican lo camba y lo “desindianizan”. Desde entonces van planteando como “fundamento racial” propio un mestizaje en el que lo bueno de los colonizadores y de los colonizados se habría conjugado a diferencia de lo que habría pasado en la parte occidental del país.

En un tiempo de “política de masas” resultaba contraproducente identificarse públicamente como blancos puros. Además, los nuevos miembros de la tribu que fueron llegando posteriormente (yugoslavos, árabes, etc.), que también recibieron con entusiasmo el apoyo del Estado, no encajaban en la imagen de “españoles puros”; entonces, resultó más útil reivindicar un “mestizaje bueno” en el que los indígenas se diluyeron en el pasado.

En un tiempo en el que se hablaba de “gobierno indígena” no fue casual que la tribu carai haya recurrido a la movilización de las “emociones identitarias raciales” y a las amenazas de independencia ya que su relación con el poder estatal no les era favorable, por eso buscaron cambiar la correlación de fuerzas de manera violenta. Y esto no es algo nuevo, por ejemplo, René Zabaleta apuntaba que, durante el gobierno de Juan José Torres, cuando se había instalado una Asamblea Popular, desde Santa Cruz “la derecha ‘calienta’ el golpe con una campaña regionalista, racista y separatista”. Ese golpe (1971) llevó a Hugo Banzer al poder y su dictadura, que benefició a la élite cruceña, nunca se vio amenazada por esa misma élite.

La llegada del MAS al gobierno, en 2006, fue un cambio en la correlación de fuerzas. Ante este hecho, la tribu carai planteó la separación de la “media luna” y movilizó el “odio racial” con sus medios de comunicación y su grupo paramilitar: la Unión Juvenil Cruceñista. Buscaron que la Asamblea Constituyente aborte. Se opusieron al proyecto de constitución de sus estatutos autonómicos. Pero en las siguientes dos gestiones del MAS asumieron una postura pragmática, en tanto se veían beneficiados por el gobierno.

La temprana candidatura de Evo Morales para las elecciones generales de 2019, pasándose por alto lo que establece la Constitución y el resultado de un referéndum, obligó a la tribu carai a dejar el pragmatismo. Movilizaron su estructura para dirigir a sectores que tenían distintas razones para protestar contra el gobierno, pero que coincidían en su “antimasismo”. No hubieran podido articular a todos esos desencantos y protestas si expresaban abiertamente su racismo (como la habían hecho en la primera gestión del MAS o como lo hicieron después de la renuncia obligada de Morales).

Lograron una victoria al derrocar a Morales; pero, siendo el poder detrás del “gobierno transitorio” de Jeanine Áñez, fracasaron y, al no entender el “país de indios” que desprecian, “le tendieron la cama” al MAS. Ante su propio fracaso pasaron al repliegue regional, reivindicando el federalismo.

Carlos Macusaya Cruz es sociólogo, miembro del grupo Jichha.

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Censos, indígenas y procesos políticos

El Censo 2024 se dará en un contexto político marcado por la división del MAS

/ 21 de marzo de 2024 / 06:54

En el Censo de 2001, el 62% de la población boliviana mayor de 15 años declaró pertenecer a un pueblo indígena. En el de 2012, el 40 % dijo pertenecer a una nación o pueblo indígena originario campesino o afroboliviano. En tanto que muchos antimasistas creyeron (como aún hacen) que autoidentificarse indígena era igual a ser masista y que en 2012 había 20% menos de esos incómodos sujetos, “entendieron” que ni el gobierno del MAS ni el Estado Plurinacional tenían legitimidad, pues los indígenas eran minoría. Sin embargo, dos años después de aquel Censo, el MAS ganó las elecciones (2014) con más del 61% de votos.

Explicar la realidad del país tomando aisladamente un dato, como el de la pertenencia indígena, es autolimitarse. Además, cualquier tipo de empadronamiento está condicionado por el trabajo concreto de quienes lo llevan adelante, por la manera en que las preguntas fueron planteadas y por el propio contexto histórico en el que se desarrolla; y estos aspectos tienen mayor relevancia cuando se trata de registrar la autopercepción étnica.

Lea también: El símbolo de lucha de los ‘ignorantes’ en Perú

El Censo de 2001 se dio en un contexto de “crisis general”, donde se formó una identidad política a partir de la pertenencia étnica, las diferencias racializadas y en oposición a los “gobiernos tradicionales”. En 2000 y 2001 se produjeron grandes movilizaciones que cuestionaban las políticas de privatización y la relación del Estado con amplios segmentos poblacionales racializados como indios. La identidad indígena fue convirtiéndose en un posicionamiento de resistencia y de alternativa frente al orden establecido. A partir de elementos como la distribución de la riqueza, las relaciones de clase y la estratificación, ser indígena era reconocerse esquemáticamente como parte de quienes eran tratados como ciudadanos de segunda (viviendo en el campo o en la ciudad). En ese sentido, la mayoría indígena de aquel Censo puede relacionarse a las aspiraciones de igualdad de la mayoría de la población en un orden social racializado.

No es casual que en las movilizaciones producidas entre 2000 y 2005 la identidad indígena, como identidad política, haya tomado mucha fuerza en el occidente de Bolivia junto a demandas como nacionalización de los hidrocarburos (2003) y Asamblea Constituyente (2005), y que, en respuesta, desde las élites cruceñas se haya planteado autonomías departamentales (2004) e incluso la división de país. El propio triunfo del MAS en 2005 es inentendible sin considerar el proceso en el que esa identidad política “contestataria” se fue formando.

El Censo de 2012 se dio en otra situación. Bolivia en 2009 pasó a ser un Estado Plurinacional, donde la “cuestión” indígena fue transmutada al reconocimiento de minorías y a la articulación de organizaciones de carácter rural, principalmente Cidob, Conamaq y CSUTCB. De ello resultó la composición “indígena originario campesinos” que se encuentra en la actual Constitución. Lo indígena dejó de significar resistencia al orden establecido y sus símbolos, reconocidos constitucionalmente, pasaron a representar al poder; todo ello bajo una retórica de romantización (pachamamadas) que en lugar de expresar y explicar los cambios que vivían las poblaciones racializadas como indias, los nubló, incluso para los propios gobernantes.

Asimismo, el país vivía un crecimiento económico histórico que se expresó, por ejemplo, en un proceso amplio de ascenso social con distintos matices y que engrosó las capas medias; proceso que implicaba cambios en la distribución de la riqueza, las relaciones de clase y la estratificación. Y siendo que la pertenencia étnica está relacionada históricamente, entre otros, a la pobreza y a las limitaciones en la movilidad social, en un contexto en el que muchos dejaron la condición de pobres, “su” identidad étnica les resultó prescindible o secundaria. A ello se debería sumar a quienes en el Censo de 2001 tenían menos de 15 años y que entendieron lo indígena de distinta manera a la que se hizo a inicios de este siglo.

El Censo 2024 se dará en un contexto político marcado por la división del MAS y en el que los años dorados del “proceso de cambio” quedaron atrás. Respecto al porcentaje de personas pertenecientes a un “pueblo indígena originario campesino”, dados los cambios que ha vivido el país, la tendencia seguirá siendo decreciente. ¿Significará eso que el ciclo del Estado Plurinacional terminó?

(*) Carlos Macusaya Cruz es comunicador

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El símbolo de lucha de los ‘ignorantes’ en Perú

Los promotores y operadores de la campaña de terruqueo, sin proponérselo, le han dado un impulso a la wiphala

Carlos Macusaya

/ 23 de mayo de 2023 / 10:06

El “conflicto” de fondo que estalló en el Perú en diciembre de 2022 no ha terminado, solo se ha dado una pausa y en esa situación cabe hacer algunas observaciones. Durante y después de las protestas que se dieron en ese país se ha terruqueado a diestra y siniestra a los movilizados, con masacres de por medio, descalificando al mismo tiempo sus demandas; pero también se ha tratado de ridiculizarlos por el uso de la wiphala. Un ejemplo de esto último fueron las palabras del congresista peruano Juan Carlos Lizarzaburu, quien en los primeros días de febrero del presente año dijo que este símbolo era un “mantel de chifa” y que “fue adoptado por algunos resentidos sociales bolivianos”. Tales afirmaciones son parte de una “avalancha” provocada y dirigida contra quienes, en los hechos, son tratados como ciudadanos de segunda y que en el último tiempo se han atrevido a cuestionar el orden establecido en el Perú.

En todo esto hay un aspecto muy importante: el afán por presentar como ignorantes a quienes en su lucha levantan la wiphala. Por eso muchos se han dedicado a señalar, por ejemplo, que este símbolo no existía en el incario, y esto tiene un sentido demarcatorio, pues se trata de identificar por la “ausencia de conocimiento” a quienes consideran sus enemigos. Bajo esa perspectiva, quienes levantan la wiphala lo harían sin tener fundamentos y esa sería una expresión de “su ignorancia” que, a la vez, desautorizaría su pedido de cambio de la Constitución: “son gente que no sabe y por eso mismo deben dejar esos asuntos a quienes sí saben”.

Empero, hay que tener claro que esto de que “la wiphala no existía en el incario” se ha venido repitiendo, de distintas maneras, para ignorar los problemas contemporáneos que sufren y enfrentan quienes levantan ese símbolo, problemas que determinan las protestas que se han generado. Así, desde un posicionamiento de superioridad intelectual, con aires de sabiduría absoluta y en sentido de mofa, señalan lo que consideran ignorancia sobre el pasado precolonial; pero lo hacen para al mismo tiempo desentenderse de los problemas del presente, contraponiendo a la vez la bandera oficial del Perú como símbolo que representa su situación de poder frente a los “ignorantes”, sus “enemigos internos”. Más allá de la “sabiduría” de los impugnadores de la wiphala, lo que está en juego es una correlación de fuerzas que, en este caso, puede verse como disputa simbólica.

Lea también: Sobre la ‘tribu carai’ (III)

En ese sentido, es pertinente notar que, en estos últimos meses, la wiphala viene ganando terreno en el vecino país, pues en distintos espacios en los que anteriormente no se la veía se la va enarbolando. Si bien antes de las mencionadas movilizaciones algunas personas en Perú identificaban este símbolo como parte del folklore puneño y muchas otras ni sabían de su existencia, en la actualidad se la va incorporando en distintos actos como una forma de afirmación identitaria frente al poder. Y es que actualmente varios aspectos que implican un proceso de politización están asociados a la wiphala: la búsqueda de alternativas, el ponerse de pie frente a quienes dominan, la valentía y solidaridad en la adversidad, la defensa de la soberanía y los recursos naturales, el rehacer el autoestima “empuñando” elementos que han sido estigmatizados por el criollaje peruano (el origen serrano, la vestimenta de los padres o abuelos, los apellidos de “indios”, la piel “cobriza”, etc.), entre otros.

Los promotores y operadores de la campaña de terruqueo, sin proponérselo, le han dado un impulso a la wiphala, pues este símbolo está siendo identificado como aquello que representa una voluntad de cambio que surge desde “el Perú masacrable”. Visto así, su legitimidad no reside en la historia precolonial (no importa, por ejemplo, si la usó o no Wayna Kapak), pues lo realmente importante está en el sentido que le dan las poblaciones que se vienen identificando con él en un proceso de lucha. Y esto es lo que no se debe perder de vista: la wiphala en el Perú se viene convirtiendo en un símbolo de lucha de quienes no están dispuestos a seguir siendo los ciudadanos de segunda de un Estado que los reduce a folklore y los masacra. Estos actores no son el pasado, pero eso no quiere decir que no tienen historia. Son quienes en el presente han empezado a disputar la producción de un futuro y en este proceso vienen problematizando su propia trayectoria histórica.

(*) Carlos Macusaya es miembro del grupo Jichha

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Sobre clases y racismo

Por razones históricas, la configuración de las clases ha estado signada por diferencias socioculturales y físicas entre 'indios' y 'q’aras'.

/ 14 de agosto de 2022 / 17:32

DIBUJO LIBRE

Existen muchas diferencias sociales así como maneras de nombrarlas, y cuando se trata de referirse a las que tienen que ver con la economía, varios analistas suelen usar, de forma muy ligera, la idea de clases sociales: clases altas, medias y bajas. De esta manera, las suposiciones suelen ser la materia prima para “definir ambiguamente” a diversos segmentos poblacionales o a problemáticas referidas a esas “clases”. Se piensa en una relación entre cosas: arriba de, al medio de, abajo de.

Cada una de las clases así “definidas” puede ser objeto de la misma división. Por ejemplo, la clase media puede subdividirse en “clase media alta”, “clase media media” y “clase media baja”. Lo mismo podría hacerse con las otras clases (alta y baja) y resultaría que se podrían conformar otras “clases” si se considera la cercanía entre sus extremos “en contacto”. Entre la clase media y la clase baja, considerando la subdivisión que se puede hacer en ellas, encontraríamos una “nueva clase” si agrupamos a la “clase media baja” con la “clase baja alta”. Se podría hacer lo mismo con la “clase alta baja” y la “clase media alta”. Es posible seguir subdividiendo, inútilmente y hasta el cansancio, las “clases en las clases” y descubrir nuevas clases.

Asimismo, muchos hacen uso de la “ductilidad” con la que se entienden coloquialmente las clases sociales a la hora de autoidentificarse o buscar algún trato diferenciado. En unas circunstancias se reconocen, por ejemplo, como parte de la clase baja; pero, en otras, como parte de la clase media. Como las referencias sobre las clases altas, medias y bajas son tan vagas, muchos pueden acomodarse y expresar una autopercepción satisfactoria para sí mismos según la situación. Si por cualquier razón se trata de pasar como alguien de clase media, siempre están a mano otros que se supone tienen menos recursos; a la inversa, si se trata de pasar como de clase baja, también están disponibles quienes se supone tienen un poco más.

El carácter “precisamente ambiguo” del asunto, visto de este modo, es aprovechado por opinadores para señalar al racismo como un falso problema. Desde la manera en que entienden las clases sociales ubican ciertos fenómenos como “clasismo” y así evacuan el incómodo tema del racismo. Empero, las diferencias sociales, por ejemplo, en ingresos, las diferencias de clase y las expresiones de racismo no son fenómenos inconexos.

Cuando cotidianamente identificamos a personas que tienen más o tienen menos que uno mismo, identificamos diferencias de estratos, de capas (que muy ambiguamente muchos analistas llaman clases altas, bajas y medias). Si le ponemos atención al papel que las personas juegan en relaciones de explotación, donde se produce excedente y apropiación de valor, estamos identificando clases sociales (definidas por su relación), y cuando identificamos como “pobre natural” a una persona o grupo (por sus rasgos físicos y “peculiaridades culturales”) estamos hablando de racismo. Estos aspectos hacen a la misma realidad, no son independientes.

Por razones históricas, las relaciones de explotación y la configuración de las clases sociales han estado signadas por las diferencias socioculturales y físicas entre “indios” y “q’aras”, de tal manera que la riqueza y pobreza también se fueron relacionando a dichas diferencias. Por ello, los extremos sociales suelen ser identificados por la asociación “espontánea” entre riqueza y pobreza con diferencias étnicas y fenotípicas.

Esta asociación está determinada por la división del trabajo y ha dado lugar a que socialmente (no por capricho de algún individuo) se produzcan formas de asumir la normalidad, mismas en las que se “pre-entiende” que los indios son pobres por ser indios y los no indios son ricos por no ser indios. Por lo mismo, el ascenso social suele ser asumido como “mejoramiento racial”. A las diferencias históricamente constituidas se les atribuye un sentido biológico y así se racializa el orden social, de tal manera que, por ejemplo, las expresiones en las que los individuos buscan diferenciarse de “los de abajo”, muchas veces llevan una carga explícita o implícita de racismo.

Dicho de otra manera, las diferencias de clase se han presentado históricamente en forma racializada, lo que a su vez ha condicionado los sentidos que se han producido sobre la riqueza y la pobreza. Por una parte, esto no quiere decir que la pobreza sea única y exclusivamente de indios o que los explotadores sean única y exclusivamente los no indios. Por otra parte, alguien considerado indígena puede perfectamente expresar racismo contra otra persona también considerada indígena, ya que el racismo no es un problema biológico; es un síntoma del orden social en que la forma “esencial” en que se presentan las diferencias de clase y las personificaciones de la riqueza y la pobreza han adquirido un sentido racializado.

Entonces, las diferencias de estratos, coloquialmente identificadas como clases, y las clases sociales (definidas por las relaciones de explotación) están relacionadas con el racismo. Empero, no hay que perder de vista que las diferencias en la estratificación no necesariamente expresan diferencias de clase. Por ejemplo, un asalariado, dependiendo del ámbito de trabajo, puede llegar a tener similares o mayores ingresos que una persona que contrata fuerza de trabajo en una escala pequeña. Si consideramos sus ingresos, se encuentran en el mismo o en similar estrato; pero no en la misma clase.

Si consideramos los procesos de movilidad social en sentido ascendente desde segmentos poblacionales considerados de “otra raza” (cambios en las relaciones de clase y en la estratificación) podemos entender que esos mismos procesos condicionan las expresiones de racismo. También se puede decir que la reconfiguración de las clases y estratos en el país, que se ha hecho más visible en los últimos años, viene estimulando uno de los síntomas del orden social en Bolivia: el racismo.

(*)Carlos Macusaya C. es sociólogo, miembro del grupo Jichha

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Valor de los jóvenes indígenas en la lucha política

¿Qué es lo que pasa en la actualidad? Por lo que se puede ver, parece que los jóvenes indígenas no tienen el protagonismo que tuvieron en tiempos pasados y en ello pesan mucho los prejuicios sobre los “sabios indígenas”.

/ 5 de abril de 2015 / 04:02

Cuando se habla de lo indígena, generalmente se lo hace relacionando el asunto a personas adultas y ancianas, como portadores de una “sabiduría ancestral”. Se cree que son “los mayores” quienes “siempre” han luchado por “conservar” el sentido de la identidad indígena. Empero, en tal forma de asumir lo “indígena originario campesino”, el determinante papel de los jóvenes indígenas pasa desapercibido. Esto incide en que hoy por hoy tales jóvenes no sean considerados protagonistas ni se los tome en cuenta, salvo en ocasiones circunstanciales, y que ellos mismos crean que la cosa es cuestión de “ancianos sabios” y no se proyecten como actores.  Habría que resaltar que en las luchas indígenas los grandes protagonistas fueron jóvenes, quienes muchas veces se revelaron ante sus mayores y “su” cultura.

Por ejemplo, Sinclair Thomson, en su conocido libro Cuando solo reinasen los indios, apunta que Julián Apaza (Tupaj Katari) tenía alrededor de 30 años cuando encabezó las “revueltas” anticoloniales en el Alto Perú, en 1781. Apaza dirigió un ejército “indígena” sin ser cacique. Es decir, Tupaj Katari fue un joven aymara que fue contra la tradición de que los caciques dirijan a las comunidades, y se puso al frente de un movimiento que casi termina con la dominación española en estas tierras. Julián Apaza era joven, no tenía ascendencia de cacique, era un indio del común; todo lo contrario de Tupaj Amaru. El principal líder aymara no fue tradicionalista, no respetó el cacicazgo y fue el personaje más importante de la historia anticolonial.

Para no ir tan atrás en la historia, pensemos en los indianistas y los kataristas de los años 60 y 70 del pasado siglo: eran jóvenes que, penetrando en el sindicalismo e irrumpiendo en el escenario político y organizando partidos propios de los “indios”, se enfrentaron a la tradición de que los mayores debían ser conductores o dirigentes. Pero además, en su lucha resinificaron símbolos y mitos. Por ejemplo: la wiphala (como actualmente la conocemos) y el Año Nuevo aymara son creaciones hechas por jóvenes aymaras organizados en el Movimiento Universitario Julián Apaza (MUJA); ello muestra que las inquietudes políticas de los jóvenes indianistas de aquellos años “sacaron del refrigerador” la cultura “india”. Es decir, no “respetaron” su cultura, sino que la dinamizaron en función del contexto en el que desenvolvían su lucha. Fueron jóvenes, no “ancianos sabios”, quienes forjaron una identidad política hoy nombrada como indígena.

También se puede mencionar el papel de los jóvenes en las movilizaciones aymaras del año 2000 y 2001 o en las de 2003 y 2005. Varios muchachos no solo agitaban en las movilizaciones de aquellos años, sino que además hacían el papel de analistas políticos, como también el de profesores, en debates en vía pública. En momentos de movilización o de “tranquilidad”, estos jóvenes estaban al día en información política y eran hábiles expositores cuando tomaban la palabra en los espacios de debate que se abrían tanto en plazas como en mitines. Además eran “los mayores” quienes buscaban a estos muchachos para saber sobre historia, sobre Tupaj Katari o lo que pasaba en el país con el gas.

Los jóvenes “indígenas” han incidido en la lucha específicamente política de modo determinante. Solo por citar dos ejemplos, menciono al caporal y al rap. A finales de los años 60, el caporal nace como creación de jóvenes del barrio aymara Ch’ijini. El ritmo del caporal está emparentado no con la saya afroboliviana, sino con el huayño, y por lo mismo con la cumbia “andina”.

Pensemos también que después de los bloqueos aymaras del 2000, muchos jóvenes cuestionaron su identidad y una forma en que expresaron aquel fenómeno fue haciendo rap en aymara, vinculando sus gustos musicales con la lucha que se estaba viviendo. Los jóvenes son quienes más dinamizan la cultura y cuando esto se relaciona a la lucha política tiene resultados brillantes.

¿Qué es lo que pasa en la actualidad? Por lo que se puede ver, parece que los jóvenes indígenas no tienen el protagonismo que tuvieron en tiempos pasados y en ello pesan mucho los prejuicios sobre los “sabios indígenas”, pues siempre se da preferencia a gentes que tiene algunas canas, ropa exótica y “cara de indio”, además de que tal persona sabe sacar ventaja repitiendo un discurso de moda. Pareciera que ser joven es antítesis de ser, por ejemplo, aymara. Es como que se buscara a “viejos” y se desechara jóvenes, lo que beneficia a dirigentes y personas que responden a los parámetros de moda sobre “el indígena”.

Pero no solo se trata de cómo algunos explotan la imagen del “indígena sabio” y cómo ello deja a un lado a los jóvenes indígenas. Lo más importante es que los propios jóvenes indígenas clarifiquen su papel en las luchas indígenas, deshaciendo la imagen turística que presenta a algún anciano con poncho y mascando coca. Se trata de rebelarse contra esta moda europea que se presenta como “tradición  y cultura indígena” y asumir papeles protagónicos, como lo hicieran el joven Tupaj Katari, los indianistas y kataristas o como lo hicieran los jóvenes aymaras en las luchas que se desataron dese el 2000.

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