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El envejecimiento

TRIBUNA

Cuando los médicos hablamos sobre los pacientes en el hospital, por lo general, su edad es de lo primero que mencionamos. Un hombre de 75 años con dificultad para respirar. Una mujer de 30 años con inflamación articular. Saber las edades de nuestros pacientes nos permite enfocarnos en el diagnóstico más probable y desarrollar una imagen mental del paciente antes de entrar a su habitación.

Pero esto también tiene otra función. Los médicos usamos la edad para contextualizar la historia del paciente y en efecto medir su nivel de tragedia. Esto solía ser lógico para mí. La expectativa de vida de un ser humano tiene un arco claro que termina por naturaleza en algún momento entre la octava o incluso la novena década. Pero en fechas más recientes, a medida que mis padres envejecen y yo me convierto en madre a mis 41 años con un “embarazo geriátrico”, he descubierto que pienso de otro modo en la edad y su significado en la medicina.

Estamos viviendo en una época única en Estados Unidos con respecto al envejecimiento. Hace poco, nuestro presidente cumplió 80 años y los miembros del Senado, en promedio, son los más viejos de la historia. Hoy, personas sobreviven diagnósticos médicos que en años pasados habrían derivado en una muerte prematura.

Al mismo tiempo, el ámbito del antienvejecimiento está ganando credibilidad, con datos tentadores que sugieren que la ciencia podría ser capaz de prolongar no solo la vida, sino también “la esperanza de vida saludable”, es decir, el tiempo que la gente permanece sana y activa, con una buena calidad de vida. Aunque soy médica de terapia intensiva y les digo a mis pacientes y a sus familiares que miren a la muerte de frente y admitan la realidad, me cautiva la promesa de la medicina de la longevidad.

Los investigadores especializados en la longevidad te dirían que el envejecimiento en sí mismo es una enfermedad que podemos comprender y tratar, y que el cáncer, las cardiopatías y la demencia son solo sus síntomas. Te dirían que la primera persona en vivir hasta los 150 años ya nació. De cierta manera, esto suena absurdo, un sueño de multimillonarios del sector de la biotecnología, alimentado por la negación, el miedo a la muerte y una ilusión de control. Pero por otro lado, la ciencia que lo respalda es real. Así que, me permito imaginar que quizá mi padre sí llegará a esa graduación de bachillerato.

El simple hecho de poder contemplar esta realidad y, lo que es más, pensar que esto es algo que podemos controlar, es un privilegio, tal como lo fue decidir que quería tener una familia después de cumplir 40 años. Las personas más ricas, en promedio, viven casi 10 años más libres de limitantes físicas que las más pobres. Conforme los datos que sustentan la ciencia del antienvejecimiento se vuelven más sólidos y factibles, es probable que esta diferencia se haga aún más profunda.

En el hospital, vemos esto de primera mano. Hace poco, atendí a un hombre de 50 años que estaba en tratamiento de diálisis, pues fumó y bebió durante gran parte de su vida, se había caído en la bañera de su casa y se había quedado ahí durante un día o más esperando a que alguien lo escuchara pedir ayuda. De pie, fuera de su habitación en el hospital, su enfermera y yo notamos su edad, era unos cuantos años más joven que la enfermera y no era ni diez años más grande que yo. “Un anciano de 50 años”, comentó su enfermera, una forma rápida de describir un cuerpo castigado por la enfermedad, por décadas de estrés crónico, por factores que están dentro y fuera de nuestro control.

Si pudieras calcular la edad fisiológica, no cronológica, de mis pacientes, ¿qué cifra le darías? Hablamos de medir la fragilidad: la debilidad, la fatiga y la resiliencia fisiológica debilitada. Puede que esto sea más significativo que la edad cronológica a la hora de tomar decisiones médicas sobre las intervenciones que un paciente puede tolerar, pero esta métrica es difusa y no tiene un criterio de referencia.

A la vanguardia de la ciencia de la longevidad hay empresas que ofrecen respuestas sencillas. Si te pinchas el dedo y les envías unas cuantas gotas de sangre, te mandan un informe con un estimado de tu edad genética, basado en las impurezas de tu AND y la longitud de tus telómeros, es decir, la protección en la base de nuestro ADN que se acorta y se desgasta con el tiempo. Tal vez este valor sea significativo, pero no está del todo claro si tener una edad genética más joven que la cronológica te concede una vida más larga o mejor.

Pero podría ser, así que una parte de mí se siente tentada a enviar una muestra de sangre, pero no estoy segura de querer saber la información que obtendría a cambio. Quizá me preocuparía; tal vez me brindaría una falsa tranquilidad. En todo caso, mientras visito a mis pacientes en la unidad de terapia intensiva y de repente siento cómo se mueve el bebé que crece en mi vientre, estoy consciente de que, aunque pudiera desacelerar el reloj, nunca hay suficiente tiempo.

Hace unos meses, tuve un ataque de pánico por un lunar que tenía en la espalda, estaba segura de que había desarrollado un melanoma. Este no es un miedo inverosímil, vemos historias que comienzan así todo el tiempo en la unidad de terapia intensiva. Ya podía imaginar mi presentación de paciente: mujer de 41 años sin antecedentes médicos relevantes, tenía seis meses de embarazo cuando se le diagnosticó melanoma metastásico. Agendé una cita urgente con una dermatóloga que echó un solo vistazo a mi espalda y anunció que no tenía nada de qué preocuparme. Solo son “manchas de la edad”. Por un momento, el comentario me tomó por sorpresa. “¿Manchas de la edad? Pero tengo…”.

“Tiene más de 40 años”, me interrumpió, con amabilidad y firmeza. “Es natural”.

Daniela J. Lamas es doctora y columnista de The New York Times.