En una ocasión inolvidable, sentí mi corporeidad cuando me atravesé la mejilla izquierda con los dientes. Cuando me veo la cicatriz en el cristal de un escaparate o en un espejo, o me la noto con la lengua desde dentro, no la experimento como el lugar de un traumatismo o una desfiguración. Recuerdo la alegría y la emoción de volar en el aire.

Sin duda, esto me sitúa en una minoría. Para la mayoría, un cuerpo bello es un cuerpo sano, y los placeres de tratar bien el cuerpo —los masajes, la limpieza, la hidratación, el descanso— se consideran fines en sí mismos, puras fuentes de calma, seguridad en uno mismo, amor y alegría. Sin embargo, la felicidad que podemos obtener de mantener lo que se considera generalmente un cuerpo sano o bello tiene sus límites: si tienes la suerte de vivir una larga vida, tu cuerpo se estropeará.

Como profesor de Filosofía, exploro las preguntas importantes de la vida con mis alumnos —la mayoría de ellos, jóvenes cuyo concepto del mundo tiende a estar más conformado por las redes sociales y los mensajes corporativos que por un puntual curso de filosofía— y una de las que retomo con frecuencia es: ¿cómo podemos entender el potencial y el poder estético del cuerpo en toda su amplitud?

Suelo hablarles de Henri Matisse.

Alrededor de 1940, cuando Matisse, el revolucionario pintor francés, tenía 71 años, sus médicos le detectaron una obstrucción intestinal y un tumor en el colon potencialmente canceroso. Asumieron que su enfermedad era mortal, pero pusieron sus esperanzas en una operación arriesgada. Funcionó, y le dio 13 años más de vida.

Sin embargo, esos años fueron muy distintos a los 71 anteriores. Tras la operación, su movilidad quedó bastante reducida, y pasó mucho tiempo en la cama. Sufría fiebres, agotamiento y los efectos secundarios de varios medicamentos. Todo esto hacía que pintar fuese casi imposible. A estas dificultades físicas se les unieron sus dudas sobre la dirección de su arte. Al sentir que ya había ido todo lo lejos que podía en la pintura, Matisse descubrió que todo en su vida era una pregunta abierta.

En esa época, quizá lo esperable habría sido que Matisse viera su nueva enfermedad como una especie de tragedia, como una razón para rendirse. No lo hizo. Por el contrario, su pérdida lo transformó. “Mi terrible operación me ha rejuvenecido completamente y me ha vuelto filósofo. Me había preparado tanto para irme de esta vida que me parece vivir una segunda existencia”.

Matisse se transformó a sí mismo al transformar su trabajo y pasarse al collage. Asistido por sus ayudantes, aplicaba pintura al papel, y después recortaba y disponía las piezas para producir obras muy variadas. Matisse las llamaba gouaches découpées, o “guaches recortados”, por el tipo de pintura que utilizaba. Las consideraba la culminación de su vida artística.

Aquí tenemos una lección sobre qué significa cuidar el cuerpo, habitar el que tenemos, y no solo con aceptación y amor, como bien se nos recomienda a menudo. Es una lección aprendida cuando vivimos a través de nuestro cuerpo como vehículos de belleza, como conductos a la participación de lo estético. Es una lección aprendida cuando inducimos una apertura estética radical a nuestro cuerpo, a lo que éste puede hacer y producir a medida que el tiempo y el azar obran en nosotros una inevitable transformación.

De nuestro cuerpo emana mucho de lo que somos. Así es como nos comunicamos y nos proyectamos al mundo, en, dentro y con otros cuerpos bellos.

Hace poco añadí una nueva cicatriz a mi colección, justo debajo de la que tengo en la mejilla. Aquí estoy, convaleciente, dolorido, bajo la extraña y agradecida luz de saber que estaré bien. No podré volar arriba y abajo en las rampas, o en el aire, pero, como Matisse, cantaré a través de la cicatriz. Recogeré a mis hijos. Cocinaré para mis amigos. Ayudaré a mis alumnos a maravillarse ante las complejidades de la filosofía. Escribiré sobre este bello cuerpo.

Nick Riggle es profesor de Filosofía y columnista de The New York Times.