La primera vez que recuerdo sentirme distinto de quienes me rodeaban fue en cuarto de primaria. Me sentía como si me hubiesen empujado a un escenario para que actuara sin haberme dado un guion. En todas las interacciones sentía que algo no encajaba. Reconocer mi bisexualidad en séptimo curso me dio cierto grado de consuelo, como una vela encendida en medio de una oscura confusión, pero incluso entonces aún había mucho de mí que me parecía indiscernible.

A pesar de crecer en la progresista California, no fue sino en octavo cuando conocí a una persona trans. Con el tiempo, se me fue dando mejor ponerme la máscara de ser considerada mujer. Estaba completamente desconectado de mí mismo, e ignoraba lo infeliz que era en el fondo. Me sentía más valorado y más cerca de mi verdadero yo cuando practicaba natación, el deporte en el que llevo compitiendo desde los cuatro años. En el agua, podía concentrarme en el placer de la competición. Ninguna sensación es comparable a la de esforzarte para alcanzar a la persona que va delante de ti, a sorprenderte de lo que eres capaz. Se elogiaban mi fuerza y mi musculatura, tradicionalmente valores masculinos.

Cuando me fichó Yale, me entregué de lleno a los valores de la natación universitaria, donde lo primero es el equipo. Me concentré más en las puntuaciones y en apoyar a mis compañeras, y menos en mí mismo y en mis marcas. Hice amigos y conecté con otras personas queer en el campus, pero me daba la sensación de que las mujeres que conocía entendían algo que a mí se me escapaba. Me sentía de lo más incómodo en el vestuario.

Me sentía inseguro de mi identidad, de mis decisiones vitales, de mi compromiso con la natación; incluso estaba inseguro de querer seguir viviendo. Para poder sobrevivir, intenté convertirme en la versión más ideal de mí que podía imaginarme entonces: en una mujer empoderada que estaba cómoda con su sexualidad. Pero cuanto más me aferraba a la identidad de mujer, peor me sentía. Al darme cuenta de esto con la ayuda de mi psicoterapeuta, me sumergí en la identidad queer, y exploré el equilibrio entre la masculinidad y la feminidad, en especial con su proyección en la vestimenta.

Tardé meses en reconocer que era trans. Dar el paso hacia mí mismo fue —y sigue siendo— un largo proceso que conllevó un cambio de nombre y de pronombres y una doble mastectomía a principios de 2021. Cuando volví al campus para empezar mi tercer año, tuve que tomar una decisión importante: ¿en qué equipo iba a competir en mis dos últimos años de universidad? Al principio, decidí seguir con las mujeres. Acabé entendiendo que no pertenecía al equipo femenino. Ahora estoy en la categoría sénior, y nado con los hombres. Llevo casi ocho meses tomando hormonas; mis marcas son más o menos las mismas que al final de la última temporada.

Creo que, cuando los atletas trans ganan, merecemos la misma celebración que los atletas cis. No estamos haciendo trampas por reivindicar nuestro verdadero yo; no hemos renunciado a nuestra legitimidad. Los deportes de élite siempre son una mezcla de ventaja natural o talento y de compromiso y esfuerzo. Ser un gran atleta depende de muchas cosas más que las hormonas o la altura. Yo nado más rápido de lo que nadarán jamás algunos hombres cis.

He tenido la suerte de recibir mucho apoyo de mis comunidades, y en especial de mis compañeros deportistas trans. Tengo el honor de ser parte de un grupo lo bastante fuerte para resistir todos los ataques injustificados contra nuestra participación y contra nuestra presencia. Vivir en la autenticidad me hace un hombre más fuerte, y un mejor hombre. Que sea trans es una de las cosas menos interesantes sobre mí.

Sentirme en congruencia con mi equipo me ha abierto aún más los ojos de lo poderosas que pueden ser las comunidades deportivas y lo importante que es que todo el mundo tenga la oportunidad de sentir eso.

Iszac Henig es nadador universitario y columnista de The New York Times.