Cate Blanchett me sedujo en Tár. El desastre ecológico de la década de 1980 en Ruido de fondo me resultó inquietantemente familiar en nuestra época de cambio climático. Me sorprendió lo oscura que fue Pinocho, de Guillermo del Toro, en comparación con la versión animada de Disney que vi de niña en el sur de Jersey a principios de los 60.

Como todos los años, vi los Globos de Oro y veré los premios Oscar en marzo. Me da curiosidad saber si mis películas favoritas ganarán el premio a la mejor película u otros galardones. A mucha gente le gusta el cine, pero a menudo le sorprende que a mí también me guste, porque soy legalmente ciega. No veo una película igual que una persona vidente, pero la experiencia abre todo un mundo para mí.

Al igual que muchas otras personas que son legalmente ciegas, como yo lo he sido toda mi vida, sí tengo algo de visión. Veo colores, veo movimiento y veo caras, aunque no reconozco de quién son a menos de que estén muy cerca. Puedo escribir en mi iPad y mi computadora, y leer en mi Kindle si agrando la letra lo suficiente. Puedo ver películas o la televisión si estoy cerca de la pantalla.

Debo mi condición de cinéfila a mis padres, que ya fallecieron. Ellos me querían. No habían conocido a ninguna persona ciega o con baja visión antes de que yo naciera y, quizá por eso, nunca me pusieron límites estrictos sobre lo que debía o no debía hacer. “Queríamos que hicieras y disfrutaras lo más posible de lo que hacían los demás niños”, me decía mi madre. Y así, el cine.

Cada año, mis padres me llevaban a ver a un oftalmólogo. Era un hombre amable que me veía entera, no solo un par de ojos estropeados. Ver películas, me aconsejó el buen doctor, me animaría a asimilar imágenes. A fijarme en los rostros y los gestos de la gente, en el aspecto de los paisajes, las casas y otros espacios y lugares.

Mis padres, cinéfilos, no necesitaron ningún estímulo para exponerme a la gran pantalla. Mi abuela me decía que sonriera cuando me tomaba una foto, pero yo no tenía ni idea de lo que era una sonrisa. No sabía de qué hablaba mi padre cuando me decía que no torciera el labio. Más tarde me emocioné al descubrir cómo era sonreír y bailar cuando vi a Dick Van Dyke y Julie Andrews en Mary Poppins. Me estremecí al mirar los ojos deliciosamente malvados de Cruella de Vil en 101 dálmatas.

En la vida real, a menudo tengo problemas para reconocer el ambiente en el que estoy porque rara vez veo las expresiones faciales, los gestos o lo que llevan puesto las personas a menos que esté muy cerca de ellas. A menudo me pierdo información visual que da pistas a las personas videntes sobre las personas con las que salen, se enamoran, se casan, tienen hijos, socializan y trabajan. No puedo ver cómo se gesticula para llamar la atención de un mesero cuando cenas en un restaurante o cuando alguien coquetea conmigo o pone los ojos en blanco.

No pretendo ver lo que ven las personas videntes en las películas, pero veo lo suficiente. A veces también utilizo la audiodescripción, una forma de narración que permite a los ciegos y a las personas con baja visión acceder a los elementos visuales de las películas y otros medios.

Sí, muchas veces no puedo saber qué arma se utiliza en un asesinato misterioso o el tamaño del anillo de compromiso que un enamorado ha escondido en el postre de su persona amada. Pero lo que más me gusta es la experiencia cinematográfica: la sensación de que las imágenes se mueven por la pantalla mientras nosotros nos desplazamos por el espacio y el tiempo. Y, como las películas se proyectan en una pantalla grande, con primeros planos de parejas enamoradas, números musicales, batallas y escenas callejeras, puedo ver lo que de otro modo rara vez soy capaz.

Mi vida cotidiana, como la de todas las personas que he conocido, no es como la de las películas. No estoy, como Norma Desmond, preparándome para mi escena en primer plano. He tenido algunos romances encantadores, pero nunca tan mágicos como en Historias de Filadelfia. Tengo momentos de pavor existencial. Pero no soy Laurence Olivier en Hamlet.

Sin embargo, el mundo imaginario de las películas me ha ayudado al darme vistazos insustituibles, incluso mágicos, de cómo funciona el mundo. Viendo películas comprendí por primera vez a lo que se refería la gente cuando afirmaba que alguien sonreía, gruñía o se encogía de hombros. Hoy no me desconcierta que me pidan que sonría para una foto. Algún día aprenderé a poner los ojos en blanco.

Las películas han sido un anillo decodificador que me ha ayudado a dar sentido al mundo. Me han enseñado a ir más allá, a imaginar más allá del arcoíris y la luz de la luna salvaje, e incluso a enorgullecerme de cómo las veo de formas que no todo el mundo ve. El desenfoque, la necesidad de acercarse mucho, de prestar una atención exquisita puede ser hermoso.

Kathi Wolfe es poeta y columnista de The New York Times.