Voces

Thursday 8 Jun 2023 | Actualizado a 03:05 AM

Esclavos de Rusia; oportunidad de América Latina

/ 17 de enero de 2023 / 01:26

La nieve que lentamente cae de los cielos de Ucrania y la celebración de la Navidad y el Año Nuevo Ortodoxo, el 7 y el 14 de enero, serían de ordinario motivo de gozo en un país que, por su origen eslavo, es poco dado a sonreír, y acostumbrado a los tiempos difíciles. Pero en medio de la agresión desatada por Putin desde el 24 de febrero pasado, este año no hay razones para el júbilo.

Si bien los cafés y restaurantes en el centro de Kyiv tienen una buena afluencia de clientes, se trata más de una de las pocas distracciones, algo así como una compostura esforzada. Es que la ciudad funciona a media luz, con cortes permanentes de energía, el riesgo del reinicio de los bombardeos y el permanente estrés de pobladores indefensos frente a la destrucción de su país y sus hogares. Es una tragedia, o cómo más se pudiera describir la invasión de la patria y tener que escoger entre huir, los que pueden, o luchar y tal vez morir. Claro que las condiciones para un ucraniano en los territorios ocupados de Lugansk, Donetsk o Zaporiyia, al este del país, son más dramáticas, y ni se diga en las asediadas poblaciones de Bakhmut, Kherson o Soledar, a punto de ser tomada por los rusos.

Y eso que lo hecho por Putin ha sido un desastre, con los contundentes golpes militares recibidos en Makiivka, Kharviv, Kherson, que han hecho estallar el mito del poderoso Ejército ruso. De lo contrario, la situación sería mucho peor, con un saldo de miles de muertos y sometidos a Rusia. Por fortuna, Estados Unidos y Europa han entendido que sale más barato y menos doloroso invertir en su propia seguridad, a través de dotar a los ucranianos. Mejor que luego perder a sus propios hombres y repetir con Putin el horror de las anexiones territoriales de 1938 y 1939 de Hitler que desataron la Segunda Guerra Mundial. Una monstruosidad narrada desde el frente polaco en el sobrecogedor libro, de 1946, El drama de Varsovia, de Casimiro Granzow y de la Cerda.

Lástima la ambivalencia de algunos líderes, como el presidente francés Emmanuel Macron, y en general de la OTAN para facilitar armamento pesado a Ucrania. Como me lo comentó el representante especial para América Latina y el Caribe del Ministerio de Exteriores de Ucrania, Ruslán Spirin, “la sociedad ucraniana ha cambiado; no pretendemos regresar a la órbita de la influencia de Rusia. Hemos escogido muy claro nuestro futuro, el de nuestros hijos y nietos, los valores de una comunidad internacional civilizada y democrática. Porque no hay nada que ver entre Rusia y democracia, un país en el que la gente vive con miedo puro”.

Lo extraño no es solo que la mayoría de los gobiernos de América Latina no se conmocionen frente a la agresión y el totalitarismo de Putin, sino, además, como lo sostiene el representante especial Ruslán Spirin, que “varios países de la región están esperando a ver quién comienza a ganar para asumir una verdadera postura”. A lo que agrega que “es una equivocación porque el nuevo orden mundial será sin Rusia como jugador de primera línea y los países latinoamericanos podrían infortunadamente no estar en primera fila”.

Es más, Spirin sostiene que “hay países esclavos de Rusia en América Latina”. Al preguntarle si se refiere a Bolivia, Venezuela, Nicaragua y Cuba, Spirin precisa, y matiza a la vez, al señalar que “eso es lo que dicen los analistas y se desprende de las votaciones de la ONU”.

Una posición muy en la línea con la que sostienen el expresidente Ricardo Lagos, Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín en el reciente libro La nueva soledad de América Latina. Para Lagos, fue un gravísimo error la politización de la política exterior latinoamericana desde la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela, en combinación con la de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua.

Una tendencia a la que siguen jugando varios presidentes de la región en la actualidad. Gobiernos que hasta producen “diplomáticas” condenas a Rusia en la ONU, pero que no hacen nada por materializarlas.

Claro, es entendible que países como Ecuador, Chile y Paraguay y hasta Argentina cuiden una balanza comercial muy superavitaria con Rusia. Pero resulta chocante en los casos de Bolivia, Brasil, México o Colombia, que tienen balanzas comerciales mínimas y hasta deficitarias con Rusia.

En cuanto a Colombia, es pintoresco que, siendo el primer país de América Latina en ser socio global de la OTAN, no se sienta siquiera moralmente obligado por los preceptos de democracia, libertad y Estado de derecho del preámbulo de la organización. Con socios así para qué enemigos.

Debiera América Latina sacudirse y alinearse en la defensa de la democracia; aprovechar la oportunidad para estar en primera fila del nuevo orden mundial de la posguerra de Ucrania.

John Mario González es analista internacional, escribe desde Kyiv.

Comparte y opina:

¿Retroceso democrático en la región?

Por si se hubiera olvidado, se nos recuerda que tenemos democracias volátiles, al filo de la navaja

John Mario González

/ 29 de mayo de 2023 / 08:38

Primero fue Perú, luego Ecuador y ahora ¿Quién seguirá? A diferencia de quiebres puntuales de la democracia en algún país de América Latina en las últimas décadas, esta ocasión es particular en términos históricos porque no solo hay dictaduras en Cuba, Nicaragua y Venezuela, sino, además, varios países están en vilo. Un reflejo del desencanto y deterioro acelerado de la gobernabilidad que amenaza la estabilidad política. Si bien en el caso de Ecuador se dio una salida al fin y al cabo institucional, no deja de ser muestra de su erosión por el voraz aumento de la violencia, del narcotráfico, las agudas fracturas políticas y la crisis fiscal.

 Precisamente, después de la oleada más extensa de democratización en América Latina, desde las transiciones de mediados de los años 80, bastó que se cerrara el grifo en el 2013-2014 de los ingresos extraordinarios de la bonanza de las materias primas para que el malestar se apoderara de las calles. Luego vino el puntillazo de la pandemia y una recesión democrática recorre los países de la región como un fantasma.

 Por si se hubiera olvidado, se nos recuerda que tenemos democracias volátiles, al filo de la navaja, que no logran sentar las bases de lo que el sociólogo estadounidense Seymour Martin Lipset llamaba las precondiciones de la modernización y el crecimiento económico. Predicadas hace más de medio siglo, las tesis de Lipset parecen cobrar vigencia en América Latina.

Lea también: La incesante agitación volcánica

 Aunque la democracia en la región no ha gozado de plena mayoría de edad, sus trances de auge han estado asociados a los dos mejores momentos económicos recientes. Esto es, hacia 2006 y 2007 del presente siglo y mediados de los años 90 del siglo pasado. En eso coinciden los datos del Latinobarométro desde 1995.

 He allí en consecuencia un problema profundo y no es precisamente de la democracia, que es finalmente no más que un modelo. El asunto hunde sus raíces en la incapacidad de la sociedad de gestionar sus problemas crónicos y de generar bienestar sostenible o redistribuirlo para la mayoría de su población.

 La consecuencia lógica es de sobra conocida: desbordadas demandas ciudadanas, Estados débiles, con insuficientes recursos fiscales por la baja recaudación; sentimientos antiinstitucionalistas, precaria gobernabilidad y caudillos iluminados u oportunistas. En tales condiciones, predomina la improvisación, con líderes inexpertos que buscan capitalizar el descontento ciudadano vía la oferta de soluciones mágicas que alimentan un nuevo ciclo de decepción.

 Fenómeno que se reproduce hasta en las coyunturas de “bonanza económica”, como la década larga que transcurrió entre 2002 y 2014. Un periodo en el que gobernó en varios países el populismo o el socialismo del siglo XXI, algunos de los cuales no eran más que socialismos reciclados, y que sugeriría preguntarse si tal bonanza fue desaprovechada para sentar las bases de economías productivas, complementarias y con mayor integración comercial y de infraestructura.

 Las excepciones son realmente muy pocas. Están Uruguay, Chile, Costa Rica y Panamá, aunque apenas cubren 33 millones de habitantes, tan solo el 5% de los cerca de 660 millones de latinoamericanos. Lo de Chile llama la atención, pues parecía haberse sumergido en una espiral de inestabilidad desde octubre de 2019, después de haber sido referente democrático y social de la región durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, decidió resolver de forma admirable profundas diferencias y puede salir muy pronto más fortalecido que nunca. Luego está el caso de México, que es realmente complejo.

 De resto, en varios de los más grandes países de América Latina gobiernan líderes nostálgicos de aquellos “tesoros” súbitos de los precios extraordinarios de las materias primas o erráticos y confusos como Gustavo Petro, el presidente que arrastra a Colombia hacia la ingobernabilidad.

 Pero como los tiempos económicos actuales arrojan más amenazas que certidumbres, el bache en el que ha caído la democracia arriesga prolongarse o convertirse en un retroceso, pues la fórmula democrática no es inevitable ni su supervivencia está garantizada.

(*) John Mario González es analista político e internacional

Temas Relacionados

Comparte y opina:

La incesante agitación volcánica

Precisamente, solo el vituperado FMI puede evitar el abismo, al menos en el corto plazo

John Mario González

/ 15 de mayo de 2023 / 09:56

En agosto de 2001, se celebraba la Cumbre del Grupo de Río en Santiago de Chile. Los presidentes estaban preocupados por el posible impago de la deuda pública argentina y sus impactos en la reducción del comercio con los países de la región, el contagio financiero o la inestabilidad. Le pidieron entonces al presidente chileno, Ricardo Lagos, que hablara con el mandatario estadounidense, George Bush, para buscar su ayuda.

Al día siguiente, y después de preguntarle si actuaba a nombre de América Latina, el presidente Bush avaló un préstamo a Argentina. La gestión de Lagos fue muy significativa, aunque no impidió que solo cuatro meses después estallara la crisis con sus devastadores efectos.

Pero como la historia tiende a repetirse, Argentina es de nuevo un avión en vuelo con una bomba de relojería en su interior. No solo es la ya permanente crónica del país austral, sino la reproducción de una película que el continente ha visto en numerosas ocasiones, como la que precedió la de comienzos de los años 80. Y es que después de absorber los excesos de liquidez de los países exportadores de petróleo, en calidad de préstamos, se desencadenó un ciclo de endeudamiento que, con la consiguiente inflación y aumento de los tipos de interés en la era Volcker en Estados Unidos, provocó que los pagos de la deuda se hicieran insostenibles. Lo que prosiguió es la bien conocida década perdida de América Latina.

Un continente que, con la honrosa reciente excepción de México, depende de la exportación de materias primas, con poca complementariedad entre sus economías, por ende, escaso comercio intrarregional y muy vulnerable a los choques externos. Muy expuesto, por tanto, a las hondonadas de los ciclos económicos como a cualquier fenómeno súbito, llámese desplome inmobiliario, corrida bursátil o conflicto internacional.

Lea también: Empobrecer en nombre de los pobres

El contexto económico global es todavía más favorable que el de comienzos de los 80 o el del filo del nuevo siglo y debería permitir un margen de maniobrabilidad. Sin embargo, los riesgos internacionales también son latentes y las condiciones internas del país se han agravado, al punto de que pocos dudan de que habrá una inevitable cuantiosa devaluación.

A la espiral inflacionaria argentina, que podría superar el 120% en el corto plazo, se suman la moderación de los precios de las materias primas, la sequía, condiciones financieras mundiales más restrictivas y presiones inflacionarias subyacentes persistentes, así como las recientes turbulencias internacionales del sector financiero. El mismo Fondo Monetario Internacional acaba de actualizar las perspectivas económicas a la baja para América Latina, con un exiguo crecimiento de 1,6% del PIB en 2023, y el mundial de 2,8%.

Ahora bien, por supuesto que la Casa Blanca no quiere que Argentina explote, pero las alarmas también suenan por el lado de los altos niveles de endeudamiento. Si en 2001 la deuda argentina representaba el 53,8% del PIB, en 2023 es cercana a 85%. En general, y aunque para el continente ha cedido desde máximos históricos de 2020, nunca se había visto un nivel de endeudamiento tan elevado en tiempos de paz. De las pocas excepciones están los casos de Chile y Perú, este último también por su desempeño macroeconómico.

Así las cosas, Argentina se ha venido quedando sin bazas. Hasta el presidente brasileño Lula da Silva prometió que iba a hablar con el FMI para que “quite el cuchillo del cuello de Argentina”, pero su amigo, el presidente Alberto Fernández, regresó de Brasilia con las manos vacías.

Precisamente, solo el vituperado FMI puede evitar el abismo, al menos en el corto plazo. Claro que la confianza es baja y el organismo financiero internacional arriesga a perder credibilidad por la benevolencia con que trata a Argentina desde el acuerdo de 2018, sin que se evidencie suficiente voluntad de cumplir de su contraparte. Es que es imposible saber qué pesa más en el interés del peronismo: si resolver la crisis o retener el poder.

(*) John Mario González es analista político e internacional

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Empobrecer en nombre de los pobres

Es difícil imaginar a las élites colombianas dedicadas a sostener un presidente disminuido

/ 4 de mayo de 2023 / 08:40

En sus épocas juveniles y en nombre de los pobres, Gustavo Petro intentaba tumbar gobiernos con su movimiento guerrillero. Luego, como senador, escudado en los más desfavorecidos, también “jugaba” a la desestabilización del gobierno de Iván Duque en las feroces protestas de 2021. Por entonces recomendaba la organización de comités de defensa barrial y escenarios para “acumular fuerzas para lo que seguía”.

Pero como la política es dinámica, el ahora presidente colombiano corre el riesgo de repetir la historia de su amigo, el destituido expresidente peruano Pedro Castillo. No por alguna conspiración, sino por errático, el empobrecimiento y la ingobernabilidad que se cierne sobre el país.

Si bien la formal democracia colombiana es una de las más estables de América Latina, el mandato de Petro es el de peor comienzo en su historia contemporánea. Ni siquiera Ernesto Samper, que lo dejó en bancarrota, o Andrés Pastrana, de quienes se llegó a especular que podrían no terminar sus periodos.

Adicionalmente, sus propuestas son las de un fundamentalista falto de sentido práctico, que desdeña del lucro y el capitalismo. Como los islamistas más radicales, según lo describiera el historiador Daniel Pipes, que tiraban los televisores a los ríos y rehusaban el motor de combustión interna. El fanatismo de Petro se mide al decir que el carbón y el petróleo son más peligrosos que la cocaína, o que las autopistas son un despilfarro que “solo sirven para importar productos” que matan la industria nacional en beneficio de “los dueños del gran capital”.

Hasta propuso cortar de tajo la exploración petrolera y la gran minería a cielo abierto, para un país que es precisamente de lo poquísimo que exporta. Ni Evo Morales en Bolivia se atrevió a tanto. Y eso que nacionalizó los hidrocarburos, cuyas adversas consecuencias de mediano plazo ponen al país en riesgo de una fuerte devaluación y la vuelta al ciclo de mayor pobreza.

Un espejo de lo que se aproxima para Colombia, pues, además de políticas suicidas, los hidrocarburos caen de precio, mientras el cobre que producen Chile o Perú se mantiene alto.

Lea también: ¿El Salvador como modelo de exportación?

Pero como su causa no es otra que la ideológica, la del socialismo estatizante, eso es lo que recogen sus propuestas de reforma a la salud, laboral y pensional que han causado gran desconcierto y arriesgan su rechazo legislativo.

He allí una tercera gran diferencia. Sus mayorías parlamentarias son exiguas, con un Congreso más fragmentado que el de los años 90, con fuerzas políticas sin afinidad ideológica que comienzan a mostrar voluntad opositora.

Claro que las perplejidades son inagotables. Desde un gabinete ministerial con radicales activistas o un gobierno que dice promover el turismo y diversificar exportaciones, pero con cero resultados. Un presidente de profusa inventiva que propone trenes elevados majestuosos, donde no hay ni siquiera carreteras, o redes eléctricas entre la Patagonia y Alaska; que promueve la legalización de las drogas, pero que se indigna cuando el fiscal general le pone el dedo en la llaga.

Su propuesta de “paz total” no avanza y no tiene cómo. Sencillamente desconoce al narcotráfico como el propulsor de la gran criminalidad en Colombia —y si no pregunten en Ecuador—, mientras los grupos armados ilegales se fortalecen y se agrava la pérdida de control territorial, lo que generará mayor violencia. Por si fuera poco, el círculo familiar del presidente aprovecha su cercanía con el poder para corromper u obtener dádivas.

Cabría preguntarse entonces, ¿es preocupante o no la pérdida acelerada de gobernabilidad? o ¿qué secuelas podría tener?

No es fácil una respuesta breve, pero es difícil imaginar a las élites colombianas dedicadas a sostener un presidente disminuido que las ha desafiado durante décadas con planteamientos equivocados de vetusto manual socialista. Como también es difícil pensar que no tenga consecuencias el desconcierto, el empobrecimiento del país y promesas que terminan en agua de borrajas, como otorgar medio salario mínimo a 3 millones de mayores pobres no pensionados.

(*) John Mario González es analista político e internacional

Temas Relacionados

Comparte y opina:

¿El Salvador como modelo de exportación?

/ 4 de abril de 2023 / 01:19

Tal vez no haya semejanza de un país que durante décadas ostentara el nefasto título de campeón mundial de los asesinatos, las pandillas y la extorsión y que, en poco tiempo, bajaran los homicidios a menos de un dígito por cada 100.000 habitantes. De esa magnitud o trascendencia es lo que ocurre en El Salvador.

En 1994 tenía 9.135 asesinatos, una tasa de 138,2 por cada 100.000 habitantes, mientras en 2015 era de 103, todavía la más alta del mundo. Con las políticas de seguridad de Nayib Bukele, la tasa de homicidios bajó a 18,2 en 2021 y a 7,8 en 2022, convirtiéndose en uno de los países más seguros de América Latina, al menos temporalmente, y su presidente en el más popular de la historia salvadoreña.

Los interrogantes y cuestionamientos, sin embargo, no han dado tregua. Algunos son de naturaleza política, como que su estrategia anticrimen está anidada en los esfuerzos por concentrar el poder, que el combate a la corrupción parece no tener prioridad o que lo que hace es una espectacularización de la política.

En algunas otras objeciones, el Gobierno sí tiene que esforzarse por responder y elevar sus estándares, pues podrían terminar por deslegitimarlo. Entre ellas están las muertes bajo custodia en las cárceles, torturas, detenciones arbitrarias de inocentes, procesos judiciales plagados de irregularidades, persecución a la prensa, así como la coerción a la independencia judicial. No basta con esgrimir que “qué hizo la CIDH en los últimos 30 años, cuando las pandillas estaban masacrando a nuestro pueblo”. Pero las organizaciones internacionales tampoco pueden convertirse en palos en la rueda, menos aún, terminar del lado de los delincuentes, o como instrumento de contradictores políticos.

Partir de la base de que El Salvador es una democracia plena para cuestionar el modelo de seguridad de Buleke puede ser un error. El Gobierno apenas intenta reanimar una sociedad fragmentada, sitiada por los criminales, en la que buena parte del poder judicial ha estado a su servicio. Como señalaron Hugo Frühling y Joseph Tulchin, en Crimen y violencia en América Latina, no siempre está claro cuál debe ser la respuesta apropiada para aliviar la inseguridad ciudadana, máxime en un sistema de elecciones periódicas.

Tampoco las recomendaciones deben ser las de cruzarse de brazos o aplicar fracasadas recetas del pasado, pues sería ignorar a esa inmensa mayoría de salvadoreños que han comenzado a vivir un momento de paz y libertad y que lo agradecen profundamente.

Algunas preguntas que entonces sería pertinente formularse son: ¿qué tan sostenible es la política de seguridad de El Salvador?, y si ¿su modelo es exportable a otros países agobiados por la criminalidad?

En el primer caso, el presidente Bukele tiene un muy difícil equilibrio por delante. De perder gobernabilidad o desaprovechar la coyuntura para acelerar el crecimiento económico y las oportunidades laborales, correría el riesgo de que los grupos criminales puedan reagruparse y contraatacar, o que los expandilleros se vean atrapados en un nuevo ciclo de marginación y violencia.

La consolidación de la democracia y el Estado de derecho es sí o sí otro imperativo. Es la única forma en que la corrupción no deslegitime sus esfuerzos, y de facilitar que otros tomen la posta de la seguridad sin que el presidente asuma excesivos riesgos personales una vez entregue el poder.

En cuanto a lo segundo, la política de seguridad de El Salvador difícilmente pudiera ser exportable, tanto por el tamaño del país como porque allí existe una singularidad irrepetible y es el haber identificado con plenitud los 76.000 pandilleros que tenían que someter.

Aunque el modelo no sea plenamente transferible a países agobiados por la criminalidad, sí hay elementos que pueden inspirar. Allí cabe resaltar el liderazgo y la mano firme para recuperar la paz y la tranquilidad, los grandes operativos de captura y la urgencia de construir megacárceles y no meros centros recreacionales para los delincuentes.

John Mario González es analista político e internacional.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

¿Utopía o superpotencia china?

/ 18 de marzo de 2023 / 00:57

La parábola bíblica “muchos son los llamados y pocos los escogidos” pudiera traducir la escala de expectativas de potencias medias de convertirse en grandes y de éstas en superpotencias. Una metáfora coincidente con la creencia generalizada de que China está en ascenso, mientras Estados Unidos se encuentra en declive terminal. Y claro que sorprenden los logros de China de los últimos 45 años, al haberse convertido en una de las economías más grandes del mundo. Todo después de una guerra civil y de las deshonras causadas por las potencias occidentales, Rusia y Japón en lo que constituyó el Siglo de la Humillación entre 1839 y 1949.

Por eso ahora que la Asamblea Nacional ascendió a Xi Jinping al panteón de líderes chinos, al reelegirlo para un tercer mandato hasta 2028, cabe preguntarse: ¿está China en condiciones reales de disputarle el liderazgo mundial a Estados Unidos? ¿No está acaso infravalorando sus debilidades y sobrevalorando sus virtudes impulsada por un nacionalismo impaciente? A juzgar por su acelerada modernización y el desplazamiento de Estados como principal socio comercial de Brasil, Chile, y como el segundo de Argentina, su ascenso es inminente. Un hecho similar al sorpasso estadounidense a Gran Bretaña como el principal socio comercial de América Latina a comienzos del siglo XX.

Pero a pesar del entusiasmo por una superpotencia con un modelo de gobernanza alternativo que promete paz y prosperidad a toda la humanidad, hay posiblemente una desacertada lectura de la capacidad de resiliencia de Estados Unidos y Occidente, y una cándida mirada a las falencias del modelo chino. Si bien su estrategia sanitaria inicial para enfrentar la pandemia fue quirúrgica y exitosa, el manejo posterior fue penoso. Solo explicable por la ausencia de pesos y contrapesos y el temor a que contagios masivos pudieran instigar una implosión del régimen.

Un elemento profundamente asociado a la debilidad primaria de su sistema político por la ausencia de un Estado de derecho genuino, un poder judicial independiente, libertad de expresión y de las personas, aunque la Constitución en sus artículos 35 y 37 estipule lo contrario. Como señala James A. Dom, del Cato Institute, principios que son esenciales para alentar la creatividad y evitar errores políticos importantes. Pese a la retórica, China continúa protegiendo sus grandes empresas y monopolios estatales, lo que viola los derechos de propiedad intelectual, restringe la iniciativa privada, la entrada a los mercados financieros y engendra corrupción. Una falta de libertad y de transparencia que agudiza los riesgos sistémicos de las instituciones financieras, como lo ocurrido con el Silicon Valley Bank de Estados Unidos, y del mercado inmobiliario, que desde 2021 ha lidiado con una crisis de liquidez. Además, que agrava la opacidad y los riesgos de deuda de megaproyectos, como la Nueva Ruta de la Seda, destinados a aumentar la influencia de China, aunque muchos amenazan con convertirse en impagables “elefantes blancos”.

Defectos que igualmente agudizan las medidas represivas contra las empresas de tecnología, los empresarios o los ciudadanos. Un nivel de control y represión similares a los de Corea del Norte, con vigilancia digital masiva, aplicada a la minoría uigur en la región de Xinjiang, por “precrímenes” o la sospecha de que podrían cometer un crimen real.

Empero, los desafíos del régimen chino se extienden a retos internos acumulados, entre ellos la disminución y el envejecimiento poblacional con los consecuentes costos pensionales, de atención médica, de reducción de la fuerza laboral. Asimismo, el aumento de la brecha de riqueza que amenaza la perspectiva de una economía impulsada por el consumo interno.

Sin duda entonces que China continuará aumentando su gasto militar, se incrementarán las fricciones con Estados Unidos y Occidente o los desafíos por el contencioso de Taiwán. Pero es muy probable que su coronación como superpotencia tendrá que esperar, así como la predicción en ese sentido de Samuel Huntington en su libro El choque de civilizaciones.

John Mario González es analista político y columnista internacional.

Temas Relacionados

Comparte y opina: