Cuando era más joven, creía que todo el mundo pensaba, como yo, con imágenes fotorrealistas; con el parpadeo de una secuencia de diapositivas de PowerPoint o de videos de TikTok que van pasando por tu cabeza. No tenía ni idea de que la mayoría de las personas piensan más con palabras que yo. Para muchos, son las palabras, y no las imágenes, las que dan forma a su pensamiento. Nosotros decimos que estas personas son “neurotípicas”, es decir, que siguen unas pautas de desarrollo predecibles y se comunican, en su mayor parte, de forma verbal.

Nací en la década de 1940, cuando se empezó a diagnosticar autismo a los niños como yo. Mi uso del lenguaje empezó a los cuatro años, y al principio me diagnosticaron una lesión cerebral. Hoy, muchas personas dirían que soy neurodivergente, un término que no solo abarca el autismo, sino también la dislexia, el TDAH y otros problemas de aprendizaje. La popularización del término neurodivergencia y que la sociedad sea cada vez más consciente de las distintas maneras en las que funciona el cerebro son sin duda avances muy positivos para muchas personas como yo.

Aun así, hay numerosos aspectos de nuestra sociedad cuya configuración no permite el buen desarrollo de los pensadores visuales, como somos muchos neurodivergentes. A menudo me preguntan qué haría para mejorar los colegios de primaria y las escuelas de secundaria y bachillerato. El primer paso sería hacer más hincapié en las asignaturas prácticas, por ejemplo, de arte, música, costura, carpintería, cocina, teatro, automoción y soldadura. Estas asignaturas ponen en contacto a los alumnos —y en especial a los neurodivergentes— con habilidades que podrían convertirse en una carrera profesional. Ese contacto es clave. Hay muchos estudiantes que crecen sin haber usado jamás una herramienta. Están completamente apartados del mundo de lo práctico. En la escuela se les concede demasiada importancia a los exámenes, y no la suficiente a las salidas profesionales.

Me invitan con frecuencia a dar charlas en empresas y organismos públicos, y lo primero que les digo a sus directores es que necesitan unos recursos humanos neurodiversos. Las competencias complementarias son clave para el éxito de los equipos. Necesitamos a las personas capaces de construir nuestros trenes, aviones e internet, y personas que puedan hacerlos funcionar. Los estudios han demostrado que los equipos diversos obtendrán mejores resultados que los homogéneos.

En Italia y los Países Bajos, por ejemplo, un estudiante de alrededor de 14 años decide si opta por la universidad o por la formación profesional. La formación profesional no está peor vista, ni se considera una forma de inteligencia inferior. Y así es como debería ser en todas partes, porque el conjunto de competencias de los pensadores visuales es esencial para encontrar la solución a muchos problemas de la sociedad en la vida real.

 Temple Grandin es profesora de ciencia animal y columnista de The New York Times.