El viejo y el Mario
La reciente ruptura de Mario Vargas Llosa y su pareja Isabel Preysler sigue siendo comidilla preferida en las redes sociales y ha originado decenas de comentarios en las revistas “de corazón” afectas a los chismes sobre celebridades e incluso, es tema recurrente de columnistas en la prensa seria del mundo hispánico que, con envidia manifiesta, se mofan del descalabro amoroso de aquel titán de la literatura universal quien, además, ya octogenario, se dejó seducir por aquella dama-aspiradora de maridos millonarios y famosos. Lo critican haber dejado a su legítima esposa, al cabo de cumplir sus bodas de oro matrimoniales y se solazan que, supuestamente, la llamada “reina de corazones” se dio el lujo de prescindir los servicios que el Nobel le brindaba en la alcoba y en los salones de la farándula, fungiendo de ilustre decorado para su vanidad femenina, ya marchita, pero aún operacional. Con morbosa curiosidad esos mismos cronistas espulgan los motivos de dicha separación y en su pesquisa, con saliva en los belfos, desempolvan un cuento que Vargas Llosa publicó en 2020 intitulado Los vientos, de cuyo extenso texto solo extrapolan ciertas líneas en las que el protagonista devela su arrepentimiento de haber abandonado a su mujer Carmencita por otra “que no valía la pena”, de quien no estaba enamorado con el corazón, sino arrastrado por el deseo de satisfacer su pichula. Y continúa: “Por hacer lo que hice, mi vida se reventó y ya nunca fui feliz”. La transcripción verbatim de esos pasajes —implicando connotación autobiográfica— adereza la intriga para indisponer aún más entre ellos, al afamado amasiato. No obstante, en realidad, Los vientos encierra profundas reflexiones sobre la soledad que atañe a los viejos y que Vargas Llosa la retrata con alta maestría acerca de los momentos de tristeza, de contagiosa melancolía y de compasión hacia el héroe que, por añadidura, padece de incontinencia a una cascada de flatulencias (de ahí el título Los vientos) intermitentes que se le desata en los ratos menos propicios, causándole momentos de embarazo social que la narración no ahorra en descripciones crudamente escatológicas pero de hilarante humor.
Con todo, en el trasfondo sustancial de la trama estremece el vaticinio del futuro de ese mundo virtual que llega vertiginosamente y al que nos cuesta adaptarnos. Entre las varias fantasías me gustó aquella de una novela fabricada por encargo a un ordenador de acuerdo con las instrucciones del cliente que podría pedir: “Quiero una historia que ocurra en el siglo XIX, con duelos, amores trágicos, bastante sexo, un enano, una perrita King Charles Cavalier y un cura pederasta…”; captada la orden, el texto computarizado llegará en poco tiempo a manos del usuario. ¿Qué tal? Más feo aún —dice— es el panorama de una vida sin librerías, sin bibliotecas y sin cinemas, o sea una vida sin alma. Para mayor espanto, las facultades de Filosofía habrían cerrado todas, salvo dos: una en las Islas Marquesas y otra en la Universidad de Cochabamba, ciudad boliviana que Mario Vargas Llosa siempre recuerda con nostalgia y, donde, dicho sea de paso, fue mi condiscípulo en el colegio La Salle. Finalmente, el anciano del cuento, pierde la memoria y se desespera por no poder volver a su aposento. En su búsqueda desorbitada, nos regala un paseo por el viejo Madrid que nos recuerda plazuelas y callejuelas de románticos nombres hasta, por fin encontrar su casa en la calle de la Flora, (donde, curiosamente, el Nobel posee su apartamento de soltero). Esa misma noche un infarto fulminante le da aún tiempo de conservar tenue consciencia del tenebroso tránsito hacia la muerte y de razonar que “dentro de pocos minutos (¿segundos?) sabría si existía Dios… si teníamos un alma” y a constatar su inminente cremación… “hasta que las lenguas del fuego extinguieran esa carne sucia y mojada que ya comenzaba a pudrirse cuando la quemaron”. Así termina el relato, pero como el 9 de febrero próximo, Vargas Llosa ingresará a la centenaria Academia Francesa convirtiéndose en inmortal como se denomina a los 40 miembros exclusivos de esa corporación fundada por el Cardenal de Richelieu en 1635, su obra se impondrá a sus cenizas.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.