Voces

Monday 15 Apr 2024 | Actualizado a 00:00 AM

Cruise y los Premios Oscar

/ 23 de enero de 2023 / 00:41

¿Tom Cruise dio una actuación convincente —una que implicó desaparecer en un personaje en lugar de deleitarse en su propia gloria eternamente joven y vigorosa— en Top Gun: Maverick? Me eludió. Tal vez me cegó el resplandor de su dentadura.

Escribo esto como alguien que disfrutó de la película, que aprecia a un piloto de combate altivo tanto como cualquiera y que cree plenamente en el talento de Cruise, una de las razones por las que he visto Jerry Maguire media decena de veces. En esa película, muestra rango. En Maverick, solo se luce.

Y, sin embargo, al parecer existe una posibilidad, aunque lejana, de que consiga una nominación a mejor actor el martes, cuando se anuncian las nominaciones a los Premios de la Academia. Anticipar si eso sucede es uno de los aspectos más intrigantes del suspenso de los Oscar. Esas historias ejemplifican el poco sentido que tienen los Oscar y por qué es una locura que yo y muchas otras personas nos emocionemos tanto por estos premios.

Maverick recaudó más de $us 700 millones en los cines de Estados Unidos y llegó a un total mundial de casi $us 1.500 millones. Sus defensores citan o aluden esa bonanza de taquilla como un alegato a favor del elogio. ¿Es que el éxito comercial no es una medida legítima de una obra meritoria? ¿No es evidencia de que un proyecto ha resonado, y por razones que seguramente incluyen el trabajo artístico?

Si lees entre líneas de los argumentos de los promotores de Cruise, es posible detectar la insinuación de que el actor a veces es subestimado artísticamente por su enorme rentabilidad, además de la idea de que representa a una especie en peligro de extinción —la estrella de cine verdadera, hecha a la antigua— a la que se debe proteger, como si fuera un orangután de Tapanuli.

To Leslie recaudó menos de $us 30.000 en todo el mundo. Ahora está en una plataforma de streaming. No se trata de la historia del galán arrogante que vuelve confiado a pilotear su avión. Se trata de una ebria triste que trastabilla hacia la dignidad. La actuación de Andrea Riseborough en ese papel —por la que no fue nominada a los Globos de Oro ni fue considerada para los premios del Screen Actors Guild— recientemente se ha convertido en una causa célebre entre sus colegas actores.

Pero, a menudo, los votantes de los Oscar pasan por alto el arte. Cuando las listas de películas e interpretaciones preferidas de los críticos de cine difieren casi completamente de las nominaciones al Oscar, no es simplemente porque los críticos están haciendo alarde de su refinamiento (aunque hay algo de eso). Es porque han visto y ponderado todas las opciones, mientras que muchos votantes de los Oscar han evaluado solo las que les llamaron la atención.

Esos votantes nunca pueden decidir cuánta atención prestar a la popularidad o accesibilidad de una película. Así es como terminas con competencias para mejor película absurdas como la de 2010, entre The Hurt Locker y Avatar. (Ganó The Hurt Locker).

Avatar: el camino del agua y Top Gun: Maverick— llamémoslas las películas de los dos puntos en el título— son contendientes fuertes para estar en la lista de nominadas a mejor película la próxima semana, pero también lo son Los espíritus de la isla y Tár, que no tienen dos puntos, tienen atractivo comercial limitado y relatos y tonos deliberadamente desafiantes. Poner las cuatro películas en la misma categoría es como organizar una competencia deportiva que enfrente a jugadores de fútbol americano contra un equipo de waterpolo. Operan con elementos diferentes.

Pero, entonces, los Oscar son una amalgama paradójica de mercantilismo y vanidad, protección al statu quo y de postureos de virtud, fastuosidad y singularidad. Toman en cuenta tantos aspectos distintos que terminan sin significar casi nada.

Apuesto a que ni Cruise ni Riseborough reciben el reconocimiento que esperan. Están en las antípodas del espectro entre el nicho y el éxito de taquilla. Los Oscar están más cómodos en el medio sensiblero.

Frank Bruni es columnista de The New York Times.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Equivocados sobre Biden

/ 26 de abril de 2023 / 02:52

Cuando vi al presidente George W. Bush a bordo del Air Force One durante su primer año en el cargo, finalmente lo entendí por completo: por qué un antiguo tonto y bobo tan extrañamente adecuado para la terrible experiencia de una campaña presidencial se había hecho pasar por uno, perdiendo el sueño, tentador dolor de corazón, arriesgándose a la humillación. En este viaje de ego en el aire, tenía una cama, y no me refiero a un asiento que se aplastó en uno. Tenía una oficina, con un escritorio más grande que los de algunos ejecutivos terrestres. Lo llamaban “Sr. Presidente”. Había ascendido de su antiguo apellido, tan ilustre como era, a una especie de divinidad. No había duda de que buscaría un segundo mandato, aunque le irritaban ciertas obligaciones de la presidencia y añoraba palpablemente su rancho en Crawford, Texas.

Nunca volé con el presidente Barack Obama. Pero lo visité en la Casa Blanca varias veces. Cada una de sus sílabas importaba: era el líder del mundo libre, con más autoridad que nadie en la nación más rica y poderosa de todas. No había duda de que trataría de aferrarse a eso durante ocho años, a pesar de las charlas de que a él y a Michelle Obama les disgustaba la pecera dorada de la vida en la Casa Blanca.

Y nunca debería haber habido mucho misterio sobre lo que decidiría el presidente Joe Biden, quien lanzó un video anunciando su campaña de reelección. Una persona no se aleja de la adulación y la afirmación en una escala tan monumental como esta, al menos no el tipo de persona que los desea lo suficiente como para aspirar a la presidencia en primer lugar.

Durante los últimos seis meses, muchos de nosotros, los comentaristas, hemos opinado sobre si Biden, quien, a los 80 años, es mayor que nadie en el Resolute Desk antes que él, debería buscar nuevamente la nominación presidencial demócrata. No estábamos apostando tanto por su curso de acción como evaluando su energía, su agudeza, la preferencia de los votantes demócratas por una alternativa y la estrategia más inteligente del partido para mantener a Donald Trump y los conspiradores de MAGA en la puerta.

Pero esa discusión solo tenía sentido si hubiera una posibilidad real de que Biden se hiciera a un lado, así que lo insinuábamos. Y éramos tontos.

Tal vez eso sea demasiado duro: debido a su edad, teníamos razones para preguntarnos si estaría luchando contra desafíos relacionados con la salud que harían que sus circunstancias y cálculos fueran fundamentalmente diferentes de los de Bush, Obama o muchos de sus otros predecesores en el pasado. medio siglo.

Las personas que están dispuestas a aceptar el escrutinio invasivo y la odisea agotadora en el camino a la Casa Blanca creen en algún nivel que pertenecen allí o anhelan profundamente que se les asegure eso. No están saciados por la siguiente mejor opción. Buscan el reconocimiento máximo, el trabajo de vértice y la vista del mundo desde esa cumbre, un mundo ahora a sus pies.

Y cuando nos detenemos en su edad, nos enfocamos en lo que puede o no significar para el vigor que aporta al trabajo y para el grado de confianza en él que sentirán los votantes. Pero hay otra faceta: esperó la presidencia más tiempo que nadie. Eso debe hacer que su tiempo en el cargo sea aún más dulce.

Biden también se siente impulsado por su convicción obvia, y correcta, de que la corrupción moral del Partido Republicano hace que las apuestas por el control demócrata continuo de la Casa Blanca sean tan altas como sea posible. Seguramente se ve a sí mismo como la mejor esperanza del partido para eso. De hecho, una parte de él está haciendo esto por nosotros.

Pero también está haciendo esto por sí mismo, por una validación sin rival, una euforia sin igual. Hay personas a las que esos sentimientos no les importarían. No son las personas que andan suplicando votos.

Frank Bruni es columnista de The New York Times.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Desafiante y ahora contagiado: Trump es una historia con moraleja

/ 7 de octubre de 2020 / 02:17

Un indicador del escepticismo que ha contagiado a la política estadounidense es que la primera reacción que tuve —sí, yo— ante la noticia de que el presidente Donald Trump dio positivo por coronavirus fue: ¿estamos seguros? ¿Podemos confiar en eso? Verse obligado ahora a retirarse de la campaña es una excusa gigantesca para un hombre que tan a menudo y ostentosamente se hace la víctima y que de manera preventiva ha reunido formas de justificar o pelear una derrota ante Joe Biden. No pude evitar pensar eso.

Tampoco pude evitar pensar en el karma y de inmediato me sentí y todavía me siento mezquino por ello. Trump ha pasado gran parte de los últimos seis meses, durante los cuales han muerto más de 200.000 estadounidenses por causas relacionadas con el coronavirus, minimizando la pandemia, proyectando una falsa tranquilidad y rehusándose a cumplir con los lineamientos de salud pública que los funcionarios de su propio gobierno promovieron con vehemencia.

No usaba cubrebocas. Alentó grandes concentraciones de gente (entre ellas, el mitin de Tulsa, Oklahoma, al que Herman Cain asistió antes de enfermarse y fallecer de COVID-19, y su extenso discurso en la convención, en la cual se reunieron miles de personas, muchas sin cubrebocas). En el primer debate presidencial se burló de Biden por usar mascarilla tan seguido, e insinuó que era una señal de… ¿Qué? ¿Timidez? ¿Debilidad? ¿Moda? ¿Vanidad ética? Con Trump no se sabe y es difícil saber si su desafío era una especie de no querer reconocer la verdadera prevalencia del coronavirus, una muestra de su confianza en su propia invencibilidad física, una combinación de ambas cosas o ninguna de las anteriores.

No obstante, es fácil descubrir las moralejas de esta historia. La más evidente es que el coronavirus no ha desaparecido y que no hay garantía, contrario a las profecías optimistas del Presidente, de que vaya a desaparecer pronto, seguramente no si nos lo tomamos a la ligera.

Esto da lugar a otra moraleja, también evidente pero que al parecer es necesario enunciar: existe un riesgo real en tomarse las cosas a la ligera. Ahora el Presidente, al igual que la primera dama, es la personificación de eso. También lo es Hope Hicks, una de sus asesoras más cercanas, y quién sabe cuántos más de su círculo inmediato. Esa pregunta existe porque, desde el principio, ha habido una cultura de actitudes y comportamientos despreocupados con respecto al coronavirus en la Casa Blanca.

Esa cultura se manifestó de manera asombrosa durante esas ruedas de prensa nocturnas que solía celebrar el Presidente, mismas que usaba principalmente para congratularse a sí mismo y a su gobierno por el estupendísimo trabajo que hacían para combatir la pandemia. La combatían al grado de poner a Estados Unidos en un nivel excepcional como líder mundial de los casos registrados de coronavirus y los decesos vinculados a él.

Esa cultura era evidente en los mítines que el Presidente organizó e insistió en llevar a cabo durante las últimas semanas. Esa cultura persistió cuando, según un artículo de Peter Baker y Maggie Haberman en The New York Times, Kayleigh McEnany sostuvo una conferencia de prensa, sin cubrebocas, con los reporteros después de que se confirmó que Hicks dio positivo por el virus y después de que McEnany estuvo con ella en un avión. Lo leí, me estremecí, me quedé sin aliento y luego me pregunté por qué demonios me estremecía y me quedaba sin aliento cuando era algo que ya se esperaba. Cuando era una situación normal. Cuando era una explicación de por qué estamos donde estamos como país y por qué Trump está donde está como Presidente y paciente.

Por fin es momento de aprender. De ser más inteligentes. De cuidarnos más. De ser más responsables hacia los demás, así como hacia nosotros mismos. No podemos borrar los errores cometidos en la respuesta de Estados Unidos al coronavirus, pero podemos prometer no seguir cometiéndolos. La manera de tratar el diagnóstico de Trump es como un punto de inflexión y un nuevo comienzo. Este es el momento en el que despertamos.

De muchas formas diferentes, la presidencia y el Presidente siempre son espejos del país, y esa es otra moraleja. Trump ha mostrado los resentimientos de Estados Unidos. Ha sido el modelo de su ira. Ahora personifica su imprudencia. Qué extraordinario y útil sería que, cuando le hable al país sobre esto, ya sea por televisión o mediante tuits, reflexionara al respecto de una manera cívica.

Desde luego que no doy eso por hecho: tal vez termine teniendo una reacción leve y en gran parte asintomática al coronavirus y de alguna manera se sienta exonerado. Pero tengo la esperanza de que use una táctica más madura. Porque no quiero que seamos escépticos, sin importar qué tantos motivos nos hayan dado. Quiero que seamos mejores.

Frank Bruni es columnista de The New York Times.

Comparte y opina: