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Vándalos, holgazanes y borrachos

HUMO Y CENIZAS

Es usual que los medios de comunicación pertenecientes a las clases dominantes de esta parte de nuestro continente se refieran a las protestas populares como muchedumbres compuestas por vándalos, holgazanes y borrachos, como viene sucediendo en el Perú, últimamente. Con aquella estigmatización de la lucha social, se añade violencia simbólica a la brutalidad ejercida desde el Estado, deshumanizando a millones de hombres y mujeres que no solo deben resistir golpes y disparos, sino, por si fuera poco, también insultos, en su irrenunciable lucha por el reconocimiento de su dignidad.

No obstante, la experiencia latinoamericana ha demostrado sobradamente la relación entre el paramilitarismo de derecha y el crimen organizado, de la cual se valen las oligarquías locales para sostener el status quo, cuando campesinos, indígenas y trabajadores deciden organizarse para enfrentar la explotación laboral o la exclusión social. Dicho paramilitarismo no tiene por qué ser muy sofisticado, por otro lado, y puede constituirse de pandillas de jóvenes deseosos de conseguir rápido ascenso social a costa de aquellos que se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad.

Esto es justamente el caso de muchos integrantes de la Unión Juvenil Cruceñista, carne de cañón movilizada recurrentemente por las clases empresariales radicalizadas de aquel departamento, la mayoría con antecedentes penales de todo tipo, e inclinados a cometer otro tipo de crímenes cuando toman el control de las calles, como sucedió con los asaltos, extorsiones y hasta violación grupal cometidos durante el fracasado paro de 36 días que sostuvieron sobre todo mediante la intimidación y la violencia.

Es también el caso de las guarimbas venezolanas, los grupos de autodefensa colombianos, las pandillas que controlan las calles haitianas y los paramilitares que extorsionan a los habitantes de las favelas en Brasil. Las oligarquías latinoamericanas tienen poca capacidad para construir consenso político en sus países, por lo que deben recurrir casi siempre a la violencia como principal forma de sostenimiento de su dominación. Las mentiras de sus periodistas pagados no alcanzan para garantizar la obediencia de la gente, y no siempre es posible hacer un uso descaradamente clasista del Ejército y la Policía como sucede hoy en Puno, por lo que es imprescindible contar con músculo barato en las calles, casi siempre proveniente del mundo del hampa.

Por otra parte, es lógico que estas estructuras de dominación paramilitar no podrían organizarse solo por el ingenio de nuestras oligarquías criollas, que son parte de un esquema de poder global en cuyo centro se encuentra el imperialismo estadounidense, que opera a través de sus agencias de inteligencia en todo el mundo, estableciendo lazos directos entre los sectores más reaccionarios y el crimen organizado, como sucedió en Nicaragua durante los años 80. La relación es, entonces, así: aparatos de inteligencia estadounidenses —grupos paramilitares—, organizaciones criminales.

Existe, pues, una diferencia cualitativa entre el campesino y la campesina que hoy están peleando en aquella otra parte del mundo andino y los jovenzuelos que tomaron las rotondas cruceñas durante más de un mes. A los primeros, los mueven tradiciones organizativas sindicales construidas con mucho esfuerzo durante casi un siglo, o simplemente el impulso moral de reivindicarse como sujetos con derechos; mientras que los segundos no son más que pequeños engranajes de una maquinaria aceitada con dinero y alcohol.

Y lo último no es una exageración. Piensen: ¿Hubieran resistido tanto las rotondas de la UJC sin el lubricante de parrilla y cerveza? Ya lo advertía el barbudo de Tréveris en su 18 Brumario: la base social del pequeño bufón que acaudillaba a las clases dominantes de la Francia del siglo XIX no hubiera podido movilizar ni siquiera a un vagabundo sin las interminables provisiones de aguardiente y salchichón donadas por sus patrocinadores. Los drogadictos, malvivientes y borrachos están al otro lado de la trinchera, como el triste émulo de Pablo Escobar que hoy reside en Chonchocoro. La próxima que decidan ir al paro, deberíamos simplemente cortarles la cerveza. A ver cuánto duran.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.