Voces

Friday 29 Mar 2024 | Actualizado a 08:45 AM

La disponibilidad emocional

/ 7 de febrero de 2023 / 00:54

Caminaba el otro día por la calle y presencié la caída de una mujer. Inmediatamente cuatro personas corrieron a asistirla y ayudarla. Me pareció emocionante esa reacción espontánea de desconocidos que genuinamente se interesaron por el bienestar de alguien en apuros. Lo cual me llevó a pensar que no siempre actuamos así frente a la necesidad de un otro.

Qué nos pasa y qué hacemos cuando vemos familias viviendo en la calle, niños pidiendo limosna, grupos acampando en una plaza o personas diversas esperando la luz roja de un semáforo para acercarse a los autos a pedir monedas. Nuestra respuesta es claramente diferente a la del otro caso.

¿Esa diferencia se da porque pensamos que todos podemos caernos y que a todos nos gustaría que cualquier desconocido se acerque a ayudarnos? ¿Es porque nuestra acción en ese momento es acotada y efectiva?: ayudamos a la persona a levantarse, le ofrecemos nuestro teléfono para llamar a algún familiar o, si fuera necesario, a un servicio de asistencia médica y luego nos vamos. Esas intervenciones nos dan satisfacción, porque hicimos algo bueno por otro que nos necesitaba. Esa sensación de solidaridad humana es gratificante para el otro que se siente acompañado y asistido en un momento de sorpresiva vulnerabilidad, pero también para nosotros que podemos marcar una diferencia.

También es cierto que nos resulta más fácil identificarnos con alguien que se cae que con quien pide en la calle. Sabemos que la primera escena nos puede tener como protagonistas, pero no podemos ni queremos imaginarnos en la situación del excluido.

Por otra parte, asistir a una caída en la calle es algo esporádico, no nos pasa todos los días. Y, en cambio, sí vemos todos los días personas que piden ayuda. La necesidad del otro nos conmueve, pero de a poco se nos fue endureciendo la piel; esas escenas y esas vidas humanas se empezaron a volver invisibles para nuestros ojos y corazones, por lo que podemos pasar por al lado sin involucrarnos con sus pedidos de ayuda y, a veces, sin siquiera mirarlas.

Todo esto nos ocurre con personas desconocidas con las que no estamos comprometidas emocionalmente. Siguiendo esta línea de pensamiento, “nos invito” a pensar qué nos pasa cuando los pedidos de ayuda, explícitos o no, vienen de nuestros círculos más próximos: cuidar padres o tíos enfermos o viejos, cuidar sobrinos o nietos, prestar dinero o alojar a alguien en nuestras casas temporalmente. ¿Podemos hacerlo? ¿Siempre estamos dispuestos a dar una mano? ¿O nuestro pensamiento automático es: por qué me lo pide a mí y no se lo pide a otro? ¡Otra vez necesita algo de mí! ¡No puedo ni quiero hacerlo, estoy demasiado ocupado con mis cosas!

Nuestras respuestas van a depender del grado de empatía y disponibilidad emocional que podamos desplegar para estar para otros que nos necesitan, y eso a su vez va a depender de nuestras propias historias y de cómo otros estuvieron para nosotros, en especial durante nuestras infancias, que fue el momento en el que se moldearon nuestros patrones vinculares.

Si fuimos arrasados emocionalmente, será más difícil que nos quede resto para cooperar con lo que otros nos pidan y nuestra reacción automática será: lo siento, pero no, no puedo. Y eso ocurre porque se nos activa una voz que nos recuerda “¿por qué debería yo hacer algo si conmigo no lo hicieron?, ¿por qué voy a ayudarlo si a mí no me ayudaron?, ¿por qué yo, si a mí no me corresponde?¨ Esas voces internas interfieren y se nos hace más difícil empatizar con el dolor y la necesidad de otros.

Frente a estas situaciones podemos elegir qué camino tomar. Podemos reconocer que lo que nos pasó no estuvo bueno y el hecho de que nadie haya hecho algo para ayudarnos fue horrible, por lo que ahora elijo hacerme cargo del dolor ajeno pudiendo reparar mis propias heridas infantiles.

O, no hacer nada, y reproducir un sistema que nos hace cada vez más insensibles, menos empáticos y mucho menos humanos. De nosotros depende reconocer que algo no está bien y con humildad pedir ayuda para no convertimos en cómplices de situaciones que nos alejan de nuestra esencia humana.

Vivimos dentro de un sistema de tramas vinculares en la que el movimiento de una parte influye en las demás. Todos podemos hacer algo para estar más cerca de alguien que necesita de nosotros. Así se empieza. No hace falta cambiar el mundo. Podemos elegir ser más empáticos y amorosos. Es un hermoso punto de partida para construir algo mejor.

Eugenia Vinocur es socióloga con experiencia en planificación y gestión de políticas públicas de salud materno infantil.

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Migraciones y los retos a los que nos enfrentamos

/ 24 de abril de 2023 / 01:10

Cuando nos desplazamos de un país a otro, de una región a otra o de una ciudad a otra nos convertimos en migrantes. La tragedia de las migraciones forzosas y de los refugiados, que tienen que dejar todo para preservar sus vidas y emprenden traslados increíbles a través de mares y fronteras, no entran en el alcance de estas líneas, porque las violencias que están implicadas en esos trayectos exceden la comprensión de lo humano.

Pero sí nos vamos a enfocar en las experiencias que atravesamos cuando los países, regiones o ciudades nos reciben con cierta amabilidad y tenemos papeles que nos habilitan para vivir y trabajar. Y a pesar de que tenemos facilitado el traslado, nuestros conflictos de integración y exclusión, lealtades y traiciones están activados.

Nuestras experiencias van a ser totalmente diferentes si esos movimientos los hacemos solos, solas, en pareja, con otros o en familia. Y si fuimos nosotros quienes elegimos trasladarnos para mejorar las condiciones de nuestros estudios o trabajos o las decisiones de irnos las tomaron otros, por ejemplo, nuestros padres.

Si lo hacemos en grupo, en comunidad, nuestra vivencia vendrá con la posibilidad de mantener hábitos y costumbres que nos acompañaron hasta ese momento y nuestra implantación será con menos trauma. Si llegamos solos a un nuevo lugar, donde no conocemos, para empezar el idioma, las complicaciones se van a potenciar. Pero aun cuando el idioma sea el mismo, los códigos van a ser diferentes, así como los matices de las palabras, los tonos y la velocidad con la que se habla.

En esa línea, escuché el otro día a un señor (cochabambino viviendo en Santa Cruz) comentando en un negocio: “No sé ese qué se hace el camba. No hace ni dos meses que está en Santa Cruz y ya habla como si fuera de acá”, afirmando sin decir “cuánto me molesta que estés traicionando tus raíces”. Inmediatamente evoqué el recuerdo de mi abuela por la situación contraria, una inmigrante de Europa del Este llegada a América a fines del siglo XIX siendo una niña pequeña, que vivió hasta superar los 90 y que nunca pudo pronunciar correctamente las palabras. ¿La dificultad para hablar como local responde a la resistencia a asimilarse a un destino al que nunca se quiso ir? ¿Tiene que ver con la decisión de mantenernos fieles a nuestros antepasados? Probablemente las dos cosas.

En el caso inverso, cuando la migración es producto de una elección, al adoptar los modismos e inflexiones del lenguaje del nuevo lugar, hablando por ejemplo como cambas siendo cochabambinos o paceños, ¿estamos haciendo un esfuerzo para sentirnos aceptados y parecernos lo más posible a los locales? Probablemente también.

Es que estos movimientos siempre tienen costo emocional, porque el cambio de entorno de pertenencia nos exige adaptarnos al nuevo lugar de adopción, renunciando a parte de nuestras cosas y recibiendo las nuevas en su lugar: amigos, ciudades, hábitos, palabras, costumbres y comidas.

Cuando nos trasladamos con niños pequeños, la necesidad por ser aceptados en los nuevos entornos les va a exigir adaptaciones con otros ritmos, y a nosotros, como adultos responsables de la decisión de ese traslado, la plasticidad para acompañar y comprender sus contradicciones, interpelados entre dos culturas.

En Argentina viven más de 1 millón de migrantes bolivianos. Muchos tuvieron allí a sus hijos, que son argentinos. Estos niños fueron adaptándose a vivir entre esas dos culturas que les exigen adherencia, teniendo que navegar en las aguas del respeto a sus padres y ancestros y, al mismo tiempo, a su identidad en el país de adopción, con otro acervo cultural, a donde necesitan pertenecer para integrarse. Si bien la Patria Grande Latinoamericana nos hermana, hay enormes brechas y diferencias que hacen a nuestras culturas e idiosincrasias.

Va un abrazo para todos los migrantes que atraviesan cada día el dilema de la asimilación al nuevo destino vs. adhesión al lugar de origen.

Les tocará a las nuevas generaciones el desafío de asimilarse y, a la vez, mantener el recuerdo de sus identidades. No hay respuestas correctas. Cada uno construirá su camino, con momentos en los que querrá volver atrás y otros en los que aceptará amorosamente el nuevo lugar, manteniendo la conciencia del origen y procurando transmitir a las nuevas generaciones las historias, creencias, idiomas y pautas con las que fueron criados en sus infancias.

Eugenia Vinocur es socióloga con experiencia en planificación y gestión de políticas públicas de salud materno infantil.

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Las historias que nos contamos

/ 27 de marzo de 2023 / 01:09

Mucho se habla de los relatos y las narrativas, esas historias tan ricas que florecen e iluminan la literatura y el cine, recreando en muchos casos, de manera poética, la realidad. Sin embargo, cuando los relatos invaden los ámbitos periodísticos y políticos se tornan peligrosos por la distorsión que generan sobre la realidad, ya que se está usando un recurso del arte para aplicarlo a un ámbito que no lo es y que exige la mayor transparencia y criterio posible de descripción de la realidad. El mismo efecto negativo se extiende a la esfera de lo personal cuando nos contamos verdades mentirosas.

El riesgo principal que corremos cuando contamos (y nos contamos) verdades a medias es engañarnos a nosotros mismos y llegar incluso a creernos ese relato. Dichos como: Lo hice o lo conté por tu bien, cuando en alguna parte mía soy consciente de que lo hice también por el mío, porque contar eso que no debía a un destinatario específico significaba algún beneficio para mí o decir Es por tu salud cuando te digo que no comas eso, cuando en algún lugar muy adentro mío sé que en realidad lo digo porque me molesta a mí que tengas sobrepeso o estés gorda/gordo.

Es que la distancia entre lo que nos contamos y lo que verbalizamos respecto de lo que de verdad sentimos o sabemos que sucedió, no solo nos hace un poco mentirosos, sino que nos hace distorsionar las verdades y las mentiras. Todo se empieza a diluir, a mezclar y nuestra claridad se va oscureciendo en grises peligrosos que nos terminan atrapando en marañas difíciles de desarmar.

Si bien las verdades no son universales y únicas, porque las cosas que nos pasan están teñidas de nuestros colores y de las formas en las que decodificamos el mundo, hay ciertos límites que nos permiten acercar los múltiples puntos de vista y confrontarlos con las verdades personales.

Este tipo de situaciones nos ocurren a diario, cada uno ve las cosas desde su posición y, a través de la palabra, el diálogo y la comunicación vamos acercando o alejando posiciones con los demás de manera consciente y eficaz.

El punto de quiebre aparece cuando es nuestra propia verdad la que empieza a distanciarse de la verdad que me cuento y que cuento afuera. Y esa verdad distorsionada la sostengo hasta incluso terminar creyéndola.

Y más allá del efecto que esto pueda tener en los otros, el problema más serio es el que tiene en nosotros. Cuando empezamos a contarnos historias es porque las verdades no nos están gustando y las empezamos a distorsionar como mecanismo de autoprotección.

Ese es el momento clave en el que tenemos que activar algún sistema de alarma interno que nos alerte cuando estamos diciendo algo que sabemos que no es así. Reconocerlo. Identificarlo. Registrarlo. Y si en el momento no podemos rectificarnos, anotarlo para reflexionar después. No como un castigo, sino como un camino de autoconocimiento que nos ayude a encontrar ese equilibrio entre el pensar-sentir-decir-hacer, al que ya hicimos referencia en otra columna.

Lo que tenemos que intentar es enfrentarnos a esas verdades que no nos gustan e intentar modificarlas. Porque cuando las verdades no nos gustan es cuando inventamos cuentos sobre las verdades a medias. Lo que necesitamos es enfrentarlas y tratar de cambiarlas antes de que se conviertan en nuestros propios monstruos.

Nuestra premisa siempre tiene que estar del lado de impulsarnos a las transformaciones personales que nos ayuden a acercar la distancia entre lo que pasó y lo que nos contamos acerca de lo que pasó, tratando de ser personas más conscientes de lo que hacemos y de los efectos que nuestras acciones (y palabras) tienen sobre nuestro entorno.

Cuando contamos verdades a medias no solo nos engañamos a nosotros mismos evitando enfrentar sus consecuencias y cambiar, sino que afectamos a quienes nos rodean, a nuestro círculo familiar, laboral, de amigos y compañeros. Pero, sobre todo, a nuestros hijos e hijas que están siempre ahí, atentos a nuestras miradas y palabras que les ayudan a decodificar el mundo. Durante los primeros años de vida, claro. Luego, con el paso de los años, son ellos quienes se irán convirtiendo en nuestros mejores y más exigentes maestros.

Es un camino de todos los días. De estar atentos para no repetir las caídas en nuestros surcos y para construir nuevos.

¿Sentiste alguna vez que lo que estabas contando no era exactamente lo que había pasado y algo te hizo ruido adentro, en algún lugar entre el pecho y la panza? Si es así, manos a la obra, esta es una invitación a que nos pase cada vez menos, andando por caminos más sinuosos, pero mucho más liberadores, de la mano de nuestras mejores compañías.

Eugenia Vinocur es socióloga con experiencia en planificación y gestión de políticas públicas de salud materno infantil.

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Culpa, perdón, agradecimiento

/ 10 de diciembre de 2022 / 01:00

Estas tres palabras, que contienen un sentido contundente, se actualizan en la época de los balances de fin de año. ¿Te gusta hacer lista de deseos para el año que está por venir? ¿Otra con todo lo que quieres dejar atrás, junto con el año que despedimos? ¿Y otra para agradecer por todo lo que aprendiste (voluntariamente y-o a la fuerza), a lo largo de los últimos 12 meses? Yo soy fan de las listas y cada año vuelvo a enfocarme en todo lo que me propongo mejorar para ser cada vez más coherente entre lo que pienso, siento, digo y hago, tratando de alinear mi cabeza, corazón, palabras y acciones. ¡Menuda tarea!

En este sentido pensé en escribir esta columna. Porque esos listados pueden incluir cuestiones muy del orden práctico como empezar a estudiar algo, hacer ejercicio físico o mejorar la calidad de la dieta. Estos ítems serían del nivel uno, del orden de lo práctico. Pero a medida que vamos avanzando con el listado, empezamos a adentrarnos en otras cuestiones, más del orden de nuestro sentir en relación con otros, empezando en general por nuestro primer círculo de proximidad vincular, conformado por pareja, hijos, nietos, padres, abuelos, hermanos y que se va extendiendo a amigos, comadres, compadres, colegas, vecinos.

En esta parte del listado, ya podemos empezar a proponernos la construcción de vínculos más honestos y menos tóxicos, por ejemplo. O a mejorar la frecuencia de visitas, llamados y cuidados a nuestra familia. A ser más comprensivos. A estar atentos a las necesidades de quienes nos rodean. A estar más disponibles para quienes nos necesitan, etc.

Pero el cumplimiento de este segundo nivel de la lista ya no depende de nuestra voluntad exclusivamente. Nos lo proponemos de manera honesta, pero no siempre podemos concretarlo, porque, aunque es lo que queremos, no podemos cumplirlo, no nos sale.

Es que las tramas vinculares que vamos construyendo desde nuestra primera infancia van moldeando nuestras modalidades de relación y hacen que muchas veces actuemos como en piloto automático, repitiendo patrones que no siempre nos gustan de nuestras reacciones, como cuando sentimos que se nos salta la térmica o estallamos diciendo o haciendo algo que no queríamos decir o hacer y nos arrepentimos, llenándonos de culpa.

Proponernos trabajar en nuestros puntos ciegos para ampliar nuestra conciencia puede ser un hermoso desafío para la lista de deseos de fin de año, porque no solo nos beneficia a nosotros, sino que derrama virtuosamente en toda nuestra red de relaciones.

Nuestros patrones vinculares empiezan a formarse desde que nacemos, a partir de las relaciones (y patrones de apego), que se van construyendo con quienes nos devolvieron sostén, seguridad, ansiedad, rechazo, miradas aprobatorias, amorosas, despreciativas o iracundas que fueron determinantes para la definición de quien hoy somos.

Es ahora nuestro turno para detenernos y hacer consciente qué mecanismos de nuestras historias se activan cuando somos nosotros los que devolvemos actitudes y miradas cargadas de aceptación o negatividad, que también serán fundamentales para quienes las están recibiendo.

Si no hacemos conscientes nuestras heridas, lo más probable es que se activen en momentos que estemos con la guardia baja y nos hagan decir o hacer algo que no queremos, pudiendo lastimar a alguien, arrepentirnos y cargarnos de culpa.

Es acá donde aparecen las palabras mágicas del perdón y el agradecimiento. Porque cuando pedimos perdón genuinamente con un lo siento mucho, perdonamos y, sobre todo cuando nos perdonamos, emerge una liberación en nuestro sentir, que nos regala liviandad, pero a la vez nos da sentido de comunión con nuestra red familiar ascendente, descendente y transversal, entendiendo que somos parte de esa genealogía, que nos invita a crecer en conciencia y amor por nuestra especie.

Trabajar en la liberación de la culpa, enfocarnos en el perdón y en el agradecimiento, nos hace humanos más conscientes para decir chau al 2022 y dar la bienvenida al 2023. ¡Muchas felicidades!

Eugenia Vinocur socióloga con experiencia en planificación y gestión de políticas públicas de salud materno infantil.

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Voz propia a la hora de criar

/ 28 de octubre de 2022 / 01:38

No hay escuelas que nos enseñen a ser madres y padres. Tampoco somos madres y padres en el sentido integral de lo que significa solo por haber parido. Devenimos madres y padres criando y acompañando el crecimiento de nuestros niños y niñas.

En ese camino, estamos interpelados todo el tiempo. Por nuestras voces internas que no paran de hablarnos, pero también por las palabras de nuestro entorno que siempre están ahí para preguntar, opinar y cuestionar. Muchas veces desde el amor y con buenas intenciones; siempre desde sus propias experiencias infantiles y adultas.

Paremos acá. Ahora nos toca pensarnos a nosotros mismos en nuestros lugares e historias. Somos padres, somos hijos, somos abuelos; somos comadres y compadres, tíos y tías, vecinos y vecinas; tenemos pertenencia a un país, a una región, a un grupo social y cultural, a una iglesia y, además, formamos parte de una generación.

Cada uno de esos roles nos define e influye en las decisiones que tomamos. Porque nos reconocemos como parte de una comunidad: aymara, colla, afroboliviana, descendiente de familia croata, alemana o japonesa. También somos bolivianos. Y a la vez, somos jóvenes de 20, treintañeros o adultos en sus 40, 50 o 60. Somos paceños, cruceños, tarijeños. Somos toda esa multiplicidad compleja de identidades.

Al maternar, paternar y criar, todas esas partes dialogan entre sí adentro nuestro y cuando tomamos decisiones, lo hacemos en un entramado de lealtades y traiciones, tratando de no sentirnos culpables por las elecciones que hacemos. Las niñas de la casa van a usar pollera, las vamos a peinar con trenza, vamos a hablar en nuestras lenguas ancestrales o solo se va a usar el español.

Ese es el momento crucial para estar atentos y reconocernos, definir quiénes somos nosotros, qué decisiones tomamos, con las que nos identificamos de verdad, desde las entrañas.

Esas decisiones forman parte de nuestro trabajo reflexivo permanente, de los intercambios verdaderos que podamos tener con nuestras parejas, con los grupos de pares, en nuestros encuentros intergeneracionales, dando espacio a que aparezcan las dudas, las decisiones que no nos gustan, las que nos cuesta aceptar, las que nos enojan o nos resuenan mal. Es muy importante poder conectar con esos sentires, tratar de desentrañarlos y elegir.

Cada generación intenta criar a sus hijos mejor de lo que la precedió: nosotros no fuimos criados como lo fueron nuestros padres ni nosotros criamos como nos criaron. Todos tratamos de hacerlo un poco mejor, identificando lo que nos hizo bien para repetirlo e identificando lo que nos lastimó, para no herir a nuestras crías. Hay todo un ejercicio de reflexión de las nuevas generaciones que se viene instalando cada vez con más fuerza sobre nuestras maneras de maternar y paternar. No existen respuestas únicas ni perfectas. Solo hay preguntas que nos hacemos y que nos ayudan a ser madres y padres más conscientes, conectados con las necesidades y deseos de nuestros hijos.

Navegamos entre las aguas de la trasmisión intergeneracional de la lengua, la cultura, las costumbres, las maneras de vivir, comprender, decodificar y traducir la cosmovisión del mundo a nuestros hijos creando identidad y autopercepción de pertenencia a un grupo. Y al mismo tiempo las aguas de lo que nos iguala en lo humano. Una madre, un padre, una abuela o un abuelo meciendo a un niño pequeño, cantándole una canción o contándole un cuento, forma parte de esas prácticas universales que nos igualan.

La mezcla de lo que nos iguala, lo que nos da identidad y pertenencia a un determinado grupo, nuestros propios criterios y nuestros sentires verdaderos irá moldeando nuestras maternidades, paternidades y crianzas respetuosas.

Qué decide cómo criar a nuestros hijos es eso que elegimos desde las entrañas de entre las múltiples influencias que nos habitan.

Que vayamos a hacerlo bien o aprobemos el examen, eso ya es otro cantar.

Lo que es seguro es que, si pensamos que un mundo mejor es posible, la crianza amorosa de niños y niñas es el punto de partida. Y esa es nuestra responsabilidad adulta al maternar y paternar.

Eugenia Vinocur es socióloga con experiencia en planificación y gestión de políticas públicas de salud materno infantil.

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