Icono del sitio La Razón

La disponibilidad emocional

TRIBUNA

Caminaba el otro día por la calle y presencié la caída de una mujer. Inmediatamente cuatro personas corrieron a asistirla y ayudarla. Me pareció emocionante esa reacción espontánea de desconocidos que genuinamente se interesaron por el bienestar de alguien en apuros. Lo cual me llevó a pensar que no siempre actuamos así frente a la necesidad de un otro.

Qué nos pasa y qué hacemos cuando vemos familias viviendo en la calle, niños pidiendo limosna, grupos acampando en una plaza o personas diversas esperando la luz roja de un semáforo para acercarse a los autos a pedir monedas. Nuestra respuesta es claramente diferente a la del otro caso.

¿Esa diferencia se da porque pensamos que todos podemos caernos y que a todos nos gustaría que cualquier desconocido se acerque a ayudarnos? ¿Es porque nuestra acción en ese momento es acotada y efectiva?: ayudamos a la persona a levantarse, le ofrecemos nuestro teléfono para llamar a algún familiar o, si fuera necesario, a un servicio de asistencia médica y luego nos vamos. Esas intervenciones nos dan satisfacción, porque hicimos algo bueno por otro que nos necesitaba. Esa sensación de solidaridad humana es gratificante para el otro que se siente acompañado y asistido en un momento de sorpresiva vulnerabilidad, pero también para nosotros que podemos marcar una diferencia.

También es cierto que nos resulta más fácil identificarnos con alguien que se cae que con quien pide en la calle. Sabemos que la primera escena nos puede tener como protagonistas, pero no podemos ni queremos imaginarnos en la situación del excluido.

Por otra parte, asistir a una caída en la calle es algo esporádico, no nos pasa todos los días. Y, en cambio, sí vemos todos los días personas que piden ayuda. La necesidad del otro nos conmueve, pero de a poco se nos fue endureciendo la piel; esas escenas y esas vidas humanas se empezaron a volver invisibles para nuestros ojos y corazones, por lo que podemos pasar por al lado sin involucrarnos con sus pedidos de ayuda y, a veces, sin siquiera mirarlas.

Todo esto nos ocurre con personas desconocidas con las que no estamos comprometidas emocionalmente. Siguiendo esta línea de pensamiento, “nos invito” a pensar qué nos pasa cuando los pedidos de ayuda, explícitos o no, vienen de nuestros círculos más próximos: cuidar padres o tíos enfermos o viejos, cuidar sobrinos o nietos, prestar dinero o alojar a alguien en nuestras casas temporalmente. ¿Podemos hacerlo? ¿Siempre estamos dispuestos a dar una mano? ¿O nuestro pensamiento automático es: por qué me lo pide a mí y no se lo pide a otro? ¡Otra vez necesita algo de mí! ¡No puedo ni quiero hacerlo, estoy demasiado ocupado con mis cosas!

Nuestras respuestas van a depender del grado de empatía y disponibilidad emocional que podamos desplegar para estar para otros que nos necesitan, y eso a su vez va a depender de nuestras propias historias y de cómo otros estuvieron para nosotros, en especial durante nuestras infancias, que fue el momento en el que se moldearon nuestros patrones vinculares.

Si fuimos arrasados emocionalmente, será más difícil que nos quede resto para cooperar con lo que otros nos pidan y nuestra reacción automática será: lo siento, pero no, no puedo. Y eso ocurre porque se nos activa una voz que nos recuerda “¿por qué debería yo hacer algo si conmigo no lo hicieron?, ¿por qué voy a ayudarlo si a mí no me ayudaron?, ¿por qué yo, si a mí no me corresponde?¨ Esas voces internas interfieren y se nos hace más difícil empatizar con el dolor y la necesidad de otros.

Frente a estas situaciones podemos elegir qué camino tomar. Podemos reconocer que lo que nos pasó no estuvo bueno y el hecho de que nadie haya hecho algo para ayudarnos fue horrible, por lo que ahora elijo hacerme cargo del dolor ajeno pudiendo reparar mis propias heridas infantiles.

O, no hacer nada, y reproducir un sistema que nos hace cada vez más insensibles, menos empáticos y mucho menos humanos. De nosotros depende reconocer que algo no está bien y con humildad pedir ayuda para no convertimos en cómplices de situaciones que nos alejan de nuestra esencia humana.

Vivimos dentro de un sistema de tramas vinculares en la que el movimiento de una parte influye en las demás. Todos podemos hacer algo para estar más cerca de alguien que necesita de nosotros. Así se empieza. No hace falta cambiar el mundo. Podemos elegir ser más empáticos y amorosos. Es un hermoso punto de partida para construir algo mejor.

Eugenia Vinocur es socióloga con experiencia en planificación y gestión de políticas públicas de salud materno infantil.