Icono del sitio La Razón

Mi hija, estoy ahí con ella

TRIBUNA

Mi hija, estoy ahí con ella  En mi familia hablamos de cosas difíciles. Eso no quiere decir que seamos seres taciturnos. No lo somos. Ni somos especialmente profundos. Si acaso, tendemos al ridículo, y a hacer el tonto, siempre que es posible.

Al mismo tiempo, durante más de tres años de lidiar con el cáncer hepático de nuestra hija Orli, hemos tenido que atravesar lo inimaginable, y también traducírselo a nuestras hijas. Cada fase pareció, al principio, imposible por sí sola: el diagnóstico, la quimioterapia, el trasplante del órgano, las operaciones para extirparle la metástasis en los pulmones y el cerebro, la radioterapia y las semanas de hospitalización. Durante todo el proceso, mi pareja, Ian, y yo hemos intentado encontrarnos con nuestras hijas en un punto entre la franqueza y el contar demasiado, entre el optimismo y la realidad. Hay una línea extrañamente directa entre la desesperación y la alegría, entre la claridad y el exceso de información.

Para ser clara, no estoy especialmente versada en cómo hablar de los temas más difíciles con adultos, y menos aún con una niña de 14 años recién cumplidos y su hermana de 9 (tenían 10 y 6 cuando empezó todo esto). Mi primer impulso fue no enfrentar nada; la sola idea de otra cosa que no sea el optimismo me provoca ganas de gritar. Pero, en los últimos días, las consecuencias de la enfermedad de Orli se han vuelto palpablemente más complicadas, y ha trastocado nuestros días y nuestras noches. Hemos dejado de hablar sobre una cura.

En estos años en que hemos cuidado de una paciente de cáncer, nos han dicho a menudo lo valientes que somos. Siempre me ha parecido bonito que me lo dijeran, pero no había lugar a ello. La valentía implica cierta voluntad en el asunto. ¿Y qué alternativa tenemos nosotros? Hemos pasado los últimos 38 meses tratando de andar paso a paso.

A lo largo de estos tres años, solo he tenido un deseo egoísta: por favor, quiero poder quedármela. Solo quiero quedármela. No sabemos si ahora estamos estables, ni, si lo estamos, cuánto durará. Las niñas me preguntan por la enfermedad y por el próximo tratamiento, y qué sucede cuando no hay cura. Orli solo quiere ir al instituto. Hana me dice que no quiere estar sola. Yo les digo que ojalá no tuviesen que hacerme esas preguntas, o pensar esas cosas. La mayoría de las veces no somos moradores de este lugar imposible, estrecho: solo estamos aquí de paso, administrando medicinas, con la esperanza de andar y volver al mundo. Les digo que ojalá tuviera respuestas. Les digo que me siento como si fracasara todo el tiempo.

Y, sin embargo, no he abandonado la esperanza, aunque me encuentre en un lugar definido por la incertidumbre. Ian y yo ya no podemos contar con el consuelo de la certeza, y menos aún ofrecérselo a nuestras hijas. Solo podemos ofrecerles nuestra presencia, nuestra fragilidad y nuestra sinceridad.

Mis hijas han descorrido la cortina para ver que soy el falso mago, que no puedo ofrecerles más promesas que la de señalarles el valor, la sabiduría y el corazón que ya poseen. Todos los padres se enfrentan a este momento en algún punto, pero a mí me hubiera gustado esperar más.

Mis preocupaciones se ciernen sobre el fondo de mi mente, y me mantienen despierta en la madrugada, en esas oscuras horas antes del alba, cuando el mundo está en silencio. Intento no compartir esas preocupaciones con mis hijas. No es esa la sinceridad que necesitan. Pero me salen a borbotones cuando rompo un vaso, o se me quema la cena, o me tropiezo de una de las mil maneras posibles; entonces me convierto en la tetera que chilla para que la aparten del fuego.

Por ahora, lo único que puedo prometer es que, a diferencia del mago, no me meteré en la cesta de un globo aerostático y saldré volando.

Sarah Wildman es columnista de The New York Times.