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Juego de máscaras

Virtud y fortuna

El futuro de la economía se está volviendo una de las cuestiones centrales de la confrontación política. En eso los actores políticos no se equivocan, pero ese indispensable debate no logra trascender los argumentos demagógicos y simplificadores a los que la polarización nos tiene acostumbrados. Ya sea por ignorancia o por táctica, la mayoría asume máscaras discursivas que ocultan la complejidad de la cuestión.

La solidez de la economía fue por muchos años uno de los grandes activos del MAS y era muy difícil para sus contradictores encontrar argumentos que contradijeran el optimista discurso oficial. En ese sentido, la disminución de las reservas internacionales y más específicamente de las “divisas” se ha transformado en el caballito de batalla de las oposiciones en este inicio de año.

Esto no es raro considerando que detrás aparecen los fantasmas de la “devaluación”, “el corralito” o incluso la “hiperinflación” para los más viejos de entre nosotros. En suma, es una herramienta efectiva para atacar al Gobierno. No obstante, no seamos injustos, la situación de las reservas no es únicamente un instrumento de combate político, es el reflejo de los desequilibrios fiscales y externos que atraviesa la economía nacional después de la caída de la renta gasífera a partir de 2015 y la seguidilla de shocks provocados por la pandemia y la inestabilidad después de la invasión a Ucrania. De hecho, la resiliencia de la economía en todo este tiempo sorprende.

Bolivia subsistió estos siete años gracias a sus ahorros durante la bonanza, lo cual es algo virtuoso, pero ningún colchón aguanta tanto tiempo de dificultades. Por esa razón, hoy estamos en un momento complejo en el que cada día se hace más difícil mantener el equilibrio a la espera de un nuevo impulso que abra un ciclo de expansión y saneamiento de las cuentas. El karma de Arce es pues evitar una caída en estos tiempos de borrasca y construir una ruta hacia una estabilidad de mediano plazo. Mientras, la incertidumbre será el dato.

Sin embargo, el discurso político parece hoy notablemente insuficiente para explicar esta situación obsesionado en simplificaciones e ilusionismos ideológicos. Por una parte, el oficialismo insiste en que “toda va bien”, mientras los opositores hablan de “inminente colapso”. Visiones tan alejadas entre sí que solo pueden provocar desconfianza en la ciudadanía y que sirven más como toscas propagandas y no como el esbozo de una lectura renovada del tema.

En ese juego, el Gobierno es claramente el más perjudicado porque los equilibrios macroeconómicos no requieren únicamente de divisas suficientes sino también de confianza social y expectativas positivas para sostenerse. Dejar que se instale un debate ácido y polarizado en el tema es peligroso, eso se debe controlar.

Frente a eso, la comunicación gubernamental requiere una urgente renovación porque el problema no desaparecerá en el mediano plazo y el pilotaje o descarrilamiento de la economía será el gran tema del 2024-2025. No basta con decir que “aquí no pasa nada” para sostener las expectativas. Tampoco parece sensato alentar el conflicto interno en un momento en el que posiblemente se necesiten decisiones rápidas y audaces para pilotear el avión en medio de la tempestad. El que crea al interior del MAS que un traspié en esta cuestión solo afectará a la credibilidad de Arce es un iluso.

En el otro frente, los críticos del MAS se solazan con esta vulnerabilidad en el relato azul, pero, por lo pronto, se limitan a exacerbar su papel de aves de mal agüero, cayendo en exageraciones e hipérboles. El riesgo es que, a fuerza de prometer el abismo, si éste no llega finalmente, contribuyan involuntariamente a valorizar aún más a ojos de la ciudadanía el mantenimiento del equilibrio como gran resultado del masismo.

Tampoco las oposiciones parecen muy lúcidas en su lectura del fenómeno, el dogma neoliberal parece nuevamente haberlos encandilado, al punto de atribuir mecánicamente todo el problema a la cuestión del excesivo gasto público o un fantasmagórico “exceso de funcionarios públicos”, sin que se percaten que la mayoría de ellos son maestros, policías, médicos y militares.

En el fondo, pocos quieren discutir, por ejemplo, que uno de los elementos críticos del déficit público y externo es la subvención a los hidrocarburos, que implica meterse con los precios congelados de la gasolina y el diésel desde el gobierno “populista” del general Banzer, allá por 2000. Convengamos que la perennidad de ese lío por tantos años nos revela la complejidad y la naturaleza profundamente política detrás de los retos actuales de la economía, para lo cual no basta con encomendarse en los dogmas liberales y keynesianos de unos y otros.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.