El hombre no era como piensas. Era duro. Era muy intimidante. Jimmy Carter fue probablemente el hombre más inteligente, trabajador y decente que haya ocupado el Despacho Oval en el siglo XX.

Cuando lo entrevisté con regularidad hace unos años, rondaba los 90 años y, sin embargo, seguía levantándose al amanecer para ponerse a trabajar temprano. Una vez lo vi dirigir un acto a las 07.00 en el Centro Carter, donde estuvo 40 minutos caminando de un lado al otro del estrado, explicando los detalles de su programa para erradicar la enfermedad de la lombriz de Guinea. Era incansable.

Carter sigue siendo el presidente más incomprendido del último siglo. Era un liberal sureño que sabía que el racismo era el pecado original de Estados Unidos. El periodista gonzo Hunter S. Thompson dijo una vez que Carter era el “hombre más maquiavélico” que había conocido jamás. Thompson se refería a que era implacable y ambicioso, a su empeño en ganar para llegar al poder. Carter ganó y llegó a la Casa Blanca en 1976. Decidió utilizar el poder con rectitud, ignorar la política y hacer lo correcto.

Su presidencia se recuerda, de forma un tanto simplista, como un fracaso, pero fue más trascendental de lo que recuerda la mayoría. Llevó adelante los acuerdos de paz entre Egipto e Israel en Camp David, el acuerdo SALT II sobre control de armas, la normalización de las relaciones diplomáticas y comerciales con China y la reforma migratoria. Hizo del principio de los derechos humanos la piedra angular de la política exterior de Estados Unidos, y sembró las semillas para el desenlace de la Guerra Fría en Europa del este y Rusia.

Liberalizó el sector de las aerolíneas, lo que allanó el camino a que un gran número de estadounidenses de clase media volaran por primera vez; y desreguló el gas natural, lo que sentó las bases de nuestra actual independencia energética. Trabajó para imponer en los autos los cinturones de seguridad o las bolsas de aire, que salvarían la vida de 9.000 estadounidenses cada año. Inauguró la inversión nacional en investigación sobre energía solar y fue uno de los primeros presidentes estadounidenses que nos advirtió sobre los peligros del cambio climático.

Sin embargo, algunas de sus decisiones polémicas, dentro y fuera del país, fueron igual de trascendentes. Sacó a Egipto del campo de batalla en beneficio de Israel, pero siempre insistió en que Israel también estaba obligado a suspender la construcción de nuevos asentamientos en Cisjordania y a permitir a los palestinos cierto grado de autogobierno. A lo largo de las décadas, sostuvo que los asentamientos se habían convertido en un obstáculo para la solución de dos Estados y la resolución pacífica del conflicto. No se arredró al advertirle a todo el mundo que Israel estaba tomando un rumbo equivocado hacia el apartheid. Lamentablemente, algunos críticos llegaron a la imprudente conclusión de que era antiisraelí, o algo peor.

La presidencia de Carter estuvo prácticamente impoluta en lo que a escándalos se refiere. Carter se pasaba 12 horas o más en el Despacho Oval leyendo 200 páginas de memorandos al día. Estaba empeñado en hacer lo correcto, y cuanto antes.

Pero esa rectitud tendría consecuencias políticas. En 1976, aunque ganó los votos electorales del sur, y el voto popular de electores negros, judíos y sindicalistas, en 1980, el único gran margen que conservaba Carter era el de los votantes negros. Incluso los evangélicos lo abandonaron, porque insistía en retirar la exención fiscal a las academias religiosas exclusivamente blancas.

La mayoría lo rechazó por ser un presidente demasiado adelantado a su época: demasiado yanqui georgiano para el nuevo sur, y demasiado populista y atípico para el norte. Si las elecciones de 1976 ofrecían la esperanza de sanar la división racial, su derrota marcó la vuelta de Estados Unidos a una etapa conservadora de partidismo áspero. Era una trágica historia que le resultaba familiar a cualquier sureño.

Perder la reelección lo sumió durante un tiempo en una depresión. Pero, después, una noche de enero de 1982, su esposa se sobresaltó al verlo sentado en la cama, despierto. Le preguntó si se estaba sintiendo mal. “Ya sé lo que podemos hacer”, respondió. “Podemos desarrollar un lugar para ayudar a las personas que quieran dirimir sus disputas”. Ese fue el comienzo del Centro Carter, una institución dedicada a la resolución de conflictos, a las iniciativas en materia de salud pública y la supervisión de las elecciones en todo el mundo.

Si bien antes pensaba que Carter era el único presidente que había utilizado la Casa Blanca como trampolín para lograr cosas más grandes, ahora entiendo que, en realidad, los últimos 43 años han sido una extensión de lo que él consideraba su presidencia inacabada. Dentro o fuera de la Casa Blanca, Carter dedicó su vida a resolver problemas como un ingeniero, prestando atención a las minucias de un mundo complicado. Una vez me dijo que esperaba vivir más que la última lombriz de Guinea. El año pasado solo hubo 13 casos de enfermedad de la lombriz de Guinea en humanos. Puede que lo haya conseguido.

Kai Bird es columnista de The New York Times.