Con trenzas rubias recogidas sobre las orejas, vestida con una falda larga y chaqueta negras y con una fusta, una de las artistas con mayores ventas de todos los tiempos se convirtió en el centro de atención de la edición 65 de los Premios Grammy. Madonna estaba allí para presentar a Sam Smith y a Kim Petras, un intérprete no binario y una mujer trans. Empezó refiriéndose a sus cuatro décadas en la industria de la música y elogió a los rebeldes que están “forjando un nuevo camino y resistiendo la presión de todo”. ¿Alguien prestó atención?

Pero el escándalo más ruidoso de las redes sociales no se refería a su discurso, su longeva defensa de la comunidad LGBTQ ni a su próxima gira mundial. Se referían a su rostro, de una suavidad prodigiosa y extravagantemente esculpido. Todos los rasgos de Madonna parecían exagerados, forzados y pulidos hasta el extremo. Su frente, lisa y brillante como un cuenco de porcelana. Sus cejas, blanqueadas y depiladas hasta hacerlas casi invisibles. Sus pómulos, profundamente marcados. El efecto completo era familiar, pero más que ligeramente extraño.

La gente se dio cuenta. “Madonna confunde a sus fans con su nuevo rostro”, se lee en The New York Post. La gente puso su foto junto a la de Jigsaw, de El juego del miedo, o Janice, de El show de los Muppets y se hicieron bromas con el título de una de sus películas Buscando desesperadamente a un cirujano, mientras los cirujanos plásticos que siempre están en línea se apresuraban a adivinar exactamente a qué procedimientos se había sometido.

Sin embargo, más allá de la cuestión de qué se había hecho, estaba la más interesante de por qué se lo había hecho. ¿Acaso Madonna se dejó arrastrar tan profundamente por la vorágine de la cultura de la belleza que salió por el otro lado? ¿La presión por parecer más joven le hizo pensar que debía parecer una especie de bebé excesivamente contorneado? Tal vez sea así, pero me gustaría pensar que el más grande camaleón de nuestra era, una mujer que siempre ha tenido la intención de reinventarse, estaba haciendo algo más astuto, más subversivo, ofreciéndonos tanto un nuevo rostro —aunque no necesariamente mejorado— como una crítica sobre el trabajo de la belleza, la inevitabilidad del envejecimiento y el dilema imposible en el que se encuentran las celebridades femeninas de mayor edad.

Tras los Premios Grammy, la gente se queja de que ya no se parece a Madonna, pero ¿qué Madonna le viene a la mente? Ha sido rubia y morena, masculina y muy femenina. Ha usado ropa desechada y de alta costura. Ha adoptado y abandonado el acento inglés. Nos ha mostrado sus raíces y su ropa interior, exhibiendo deliberadamente las partes ocultas. Cada nueva versión de Madonna era a la vez una apariencia y un comentario sobre ese atuendo, una declaración sobre el artificio de la belleza y sobre su propio derecho a establecer los términos en los que se la veía.

“Nunca me he disculpado por ninguna de las decisiones creativas que he tomado ni por mi aspecto o mi forma de vestir y no voy a empezar a hacerlo”, escribió en su cuenta de Instagram. “Estoy feliz de hacer de pionera para que todas las mujeres que vienen detrás de mí puedan tenerlo más fácil en los próximos años”. ¿Es posible que Madonna esté tan cegada por su fama y riqueza que haya perdido la capacidad de verse a sí misma objetivamente, como Michael Jackson que iba tras una nariz cada vez más fina o Jocelyn Wildenstein haciendo… lo que fuera que estuviera haciendo? Sí, pero sean cuales sean sus intenciones, la superestrella ha conseguido que hablemos de lo subjetiva que es la buena apariencia y de lo omnipresente que es la discriminación por edad.

Al final, si su intención era hacer una declaración o solamente parecer más joven, mejor, “renovada”, casi no importa. Si la belleza es un concepto, Madonna es quien ha puesto su andamiaje a la vista.

Jennifer Weiner es novelista y columnista de The New York Times.