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La niña polaca

Conocí a Mónica Rojas, la famosa escritora mexicana, el año pasado, durante el encuentro de literatura hispanoamericana realizado en París y solo hasta ahora pude leer su magnum opus editada en 270 páginas por Grijalbo, bajo el título de La niña polaca, en el marco de este tiempo de guerra insensata, como lo fue el escenario donde Mónica nos relata la agitada vida de Ania, atrapada entre las barbaridades de la dictadura staliniana y las perpetradas por el totalitarismo hitleriano que, en septiembre de 1939, invadieron por turno su nativa Polonia. Los pretextos de Hitler, “los polacos aterrorizan y persiguen a los alemanes que viven en la región de Danzig”, son parecidos a los reclamos de Putin, reivindicando los derechos de los habitantes rusos del Donbás, que fueron estropeados y masacrados por el régimen de Kiev, desde 2014.

Entonces, se abre para Ania el infierno dantesco, cuando junto a su familia es expulsada de su propia casa y conducida al gulag siberiano en aquel interminable viaje por tren donde cada momento es descrito con tal maestría que el lector se permeabiliza en las víctimas y parece compartir con ellas los martirios que continúan sufriendo una vez que llegan al campo de trabajo forzado. El hambre, el frío, las torturas físicas y morales son retratados crudamente hasta calar hondo en la pupila de quien recorre las líneas de la narración para cerciorarse el poco valor de la vida humana en toda guerra, donde los cadáveres eran echados al río Volga porque “eran muy viejos, ya se iban a morir de cualquier forma”. En medio del dolor, no podía faltar la esperanza que da el amor y que es el hilo conductor de la secuencia en los desplazamientos de los refugiados deportados por Rusia, que arriban primero a Turquía, pasando por Uzbequistan, Irán y Paquistán, deambulando después por mar hasta la India, luego Australia para llegar por fin a México donde encuentra hogar, marido e hijos. En todos los episodios evocados, salpican agradablemente los diálogos familiares, tan genuinamente hilvanados de madre con hija o entre hermanos. Ahora, que la guerra de Rusia contra Ucrania está fulgurante, Mónica Rojas nos enseña cómo los objetivos geopolíticos del momento pueden cercenar vidas humanas para siempre.

Si La niña polaca era católica militante, la autobiografía de la judía Ginette Kolinka aparecida simultáneamente se llama Une vie heureuse (Una vida feliz) (Ed. Grasset, 86 páginas, 2022), tiene dos particularidades: primero que la autora relata sus recuerdos de sobreviviente de los campos de concentración nazis y segundo, que recupera su departamento parisino, otrora confiscado donde, a los 97 años de edad, sigue viviendo y hoy, publicando sus memorias.

Las dos obras comentadas tienen un común denominador en que se demuestra la vulnerabilidad de las fronteras, países que se desintegran, poblaciones que mutan de banderas y que, en ese vano esfuerzo, provocan la muerte y el sufrimiento de millones de seres ajenos a las ambiciones de los gobernantes que ordenan matar y morir por causas que ellos mismos, sinceramente, no creen. Y, se nos deja para la reflexión, la paradoja emblemática de la novela de Rojas, donde Komarno, la aldea polaca natal de Ania, al final de la guerra, pasa a soberanía ucraniana y, el mundo sigue andando…

La conclusión de las obras comentadas pareciera ser que ningún pleito por la línea soberana en los mapas tiene mayor valor que la vida de un ser humano.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.