Una amenaza se cierne sobre Brasil
Parece ciencia ficción. En 93 páginas, el texto propone un futuro extraño. En 2027, hay una nueva pandemia, causada por el “Xvirus”. Un año después, estalla la guerra entre Estados Unidos, China y Rusia por los yacimientos de bauxita de Guyana. En 2035, los brasileños admiten de manera abierta su conservadurismo innato y adoptan un futuro en el que la palabra “indígena” apenas existe.
Sin embargo, esas predicciones no son fruto de una obra de ficción. Por el contrario, proceden de un extraño documento político publicado el año pasado por un grupo de institutos dirigidos por militares brasileños retirados. Titulado Proyecto Nación: Brasil en 2035, el informe propone una gran estrategia nacional en cuestiones como geopolítica, ciencia, tecnología, educación y sanidad. Además de sus predicciones más extravagantes, prevé el fin del sistema sanitario universal y de las universidades públicas, y pide la eliminación de las protecciones medioambientales.
Es tentador reírse, pero no se trata de un asunto marginal. A la presentación del plan el año pasado asistieron el vicepresidente de Brasil y el secretario general del Ministerio de Defensa. Después de todo, esto es Brasil, donde los militares se han inmiscuido en el gobierno desde hace mucho tiempo, incluso gobernaron el país en una dictadura de 1964 a 1985.
En las décadas posteriores, los militares volvieron a los cuarteles, pero su retirada siempre fue condicional.
El mandato de Jair Bolsonaro, capitán retirado del ejército, devolvió a los militares al corazón del gobierno. Si bien dejó el cargo a regañadientes, los militares de Brasil —privilegiados, preponderantes y que no rinden cuentas— siguen siendo una amenaza constante para la democracia del país.
El ejército brasileño nunca pidió perdón por sus crímenes. Al contrario, sigue celebrando lo que llama la revolución de 1964. Durante el gobierno de Bolsonaro, todos los años se celebró el 31 de marzo, la fecha del golpe de Estado que llevó a los militares al poder.
Los militares gozan de muchos privilegios, con sus propios sistemas de educación, vivienda, salud e incluso justicia penal. Curiosamente, quedaron exentos de la reciente reforma de pensiones en Brasil. Por suerte para ellos: en 2019, la remuneración promedio de un militar retirado era más de seis veces superior a la de un civil retirado.
No solo los militares se benefician de tanta generosidad, sino también sus familias. Por ejemplo, 137.900 hijas solteras de militares recibirán las pensiones de sus padres durante el resto de sus vidas, una lista que incluye a las dos hijas del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, acusado de torturar a cientos de personas y retirado con el rango de mariscal.
Después de que Bolsonaro se convirtió en presidente en 2019, los militares inundaron el gobierno civil. En 2020, 6157 militares —la mitad en servicio activo— trabajaban para el gobierno federal, más del doble que en 2018. En un momento dado, 11 de los 26 ministros del gobierno de Bolsonaro eran oficiales u oficiales retirados, incluyendo al ministro de Salud durante la mayor parte de la pandemia, el general Eduardo Pazuello, quien aún no ha rendido cuentas por sus fechorías.
El nuevo presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, ha intentado apartar poco a poco a los militares del gobierno, sobre todo tras la insurrección del 8 de enero, en la que los militares desempeñaron un papel turbio. Si los militares no participaron en los disturbios, tampoco hicieron mucho por evitarlos. En enero, Lula despidió al dirigente del ejército, que supuestamente protegió a los alborotadores pro-Bolsonaro en un campamento en Brasilia la noche de los ataques. Resulta alentador que un juez del Supremo Tribunal haya dictaminado que los militares implicados en los disturbios sean juzgados por un tribunal civil.
Es un comienzo, pero aún queda mucho por hacer para liberarnos de la sombra de los militares. Entonces, por fin, podremos relegar sus planes al reino de la fantasía, donde pertenecen.
Vanessa Barbara es columnista de The New York Times.