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Sopesar el evismo/antievismo

HUMO Y CENIZAS

El campo nacional popular en Bolivia está compuesto por un sinnúmero de sujetos colectivos organizados generalmente de acuerdo con la forma sindicato. El MASIPSP es un medio por el cual una parte de aquel campo popular ha logrado organizarse eficazmente para competir por el poder político en Bolivia, tradicionalmente capturado por las élites.

El MAS-IPSP se ha estructurado durante casi dos décadas en torno a la figura de Evo Morales, tras su llegada al poder en 2006. Su estilo de gobierno y su tipo de liderazgo carismático dieron paso al surgimiento de un movimiento político centrado en su figura llamado evismo. Al mismo tiempo, las pulsiones racistas de las élites y su fobia al componente indígena casi transversal a todo el campo nacional popular dibujaron el reflejo invertido del evismo: el antievismo.

El evismo se convirtió durante un tiempo en la máxima expresión de las aspiraciones por igualdad de mayorías sociales largamente excluidas y estigmatizadas por la ideología colonial de las élites: “puedo ser como él, carajo”. El antievismo, por otro lado, se reveló como la sublimación más actual del racismo de las élites en Bolivia, que no por velado deja de ser extremo, a juzgar por sus manifestaciones prácticas: “estos indios masistas”.

En este contexto que va de la suma admiración al desprecio radical, es muy difícil adoptar una posición relativamente imparcial respecto a la figura de Evo Morales en su papel de dirigente del MAS-IPSP. Pero sí es posible señalar objetivamente algunos rasgos distintivos de su estilo de gobierno, tal como lo hace Fernando Mayorga en su libro Mandato y contingencia. Rasgos de entre los cuales destaca su decisionismo, quizá el más definitorio de sus últimas dos gestiones.

En ocasiones, dicho decisionismo resultó necesario para garantizar victorias políticas sobre la oligarquía y sus clases aliadas, pero en otras contribuyó a la construcción de escenarios menos ventajosos, como el que precedió al golpe de Estado de 2019, alimentado en no poca medida por su negativa a aceptar los resultados del infame 21F, más allá de si los mismos fueron producto de una intensa campaña de manipulación mediática y posverdad en las redes sociales.

Su decisionismo, al mismo tiempo, fue el resultado de una correlación de fuerzas con respecto a la oposición y un arreglo institucional del poder que era proclive al fortalecimiento de su influencia desde la cúspide del Estado, específicamente gracias a un sistema político de partido predominante orientado al presidencialismo que le dio a su investidura poderes casi irresistibles, pero que en todo caso eran la consecuencia de un arreglo específico y temporal de los factores que dominan el gobierno en Bolivia. Circunstancias que no serán fáciles de reproducir en el futuro.

Pero hay una razón más para poner en duda si es incluso deseable volver al pasado, y esta consiste en que el grado de concentración del poder a la que llevaron las circunstancias durante casi una década también hicieron del instrumento de las organizaciones sociales un espacio muy poco receptivo a la crítica revolucionaria y constructiva, siendo más comunes las expresiones de obsecuencia y conformismo que evitaron que se expresen opiniones fuera de las líneas establecidas por el discurso oficial, como las siguientes: “esto del TIPNIS es una mala idea” o “no deberíamos hacer tratos con los mismos empresarios que trataron de dividir el país”.

Opiniones críticas que, de haber sido oídas, seguramente hubieran evitado el derrotero al que llegamos en 2019. Es decir, aquel modelo decisional, por muchas victorias que haya cosechado, también demostró tener sus limitaciones y debe quedar claro para todos que, en orden de mantener con vida el Proceso, será necesario corregir todo aquello que deba ser corregido. Los conceptos de líder, liderazgo, vanguardia, partido y militancia deben ser reflexionados.

Y solo, por cierto, cuando recomendé arreglar todos nuestros desacuerdos a puñetes estaba bromeando.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.