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Francia: Trabajar menos para vivir más

Todo el país está convulsionado por la propuesta gubernamental de retardar en 24 meses la edad legal de jubilación: de 62 a 64 años, esa medida que, en otras partes del mundo entraría al marco de la casi banalidad, atañe profundamente a la fibra misma de la filosofía de vida de los franceses, quienes están habituados a gozar de un estilo superlativo para el tiempo dedicado al ocio. En efecto, no bien concluyen sus vacaciones anuales de cinco semanas pagadas, de inmediato comienzan a planificar las siguientes, como rito inaplazable en que se juega su dignidad, su estatus social y la armonía familiar. Habiendo conquistado la semana laboral de 35 horas, gozando del estupendo seguro de salud que garantiza al asalariado esmerada atención médica, hospitalización que incluye gratuidad en los medicamentos, el francés medio paga a regañadientes los impuestos fiscales sobre sus ingresos y nada del todo si estos están por debajo de la línea considerada modesta. Por todos esos beneficios juzgados fabulosos en la óptica del Tercer Mundo, donde conseguir cualquier empleo estable ya significa un privilegio, resulta inexplicable la violenta reacción popular ante el anuncio de prolongar el periodo de servicios por tan solo dos añitos más. La razón, detrás la ley en ciernes, fue explicada pedagógicamente en sentido de que no se puede seguir acumulando déficits financiando tasas de jubilación programadas para aquella época cuando la esperanza de vida era menor. Ahora, resulta que la gente vive más, mucho más que entonces y los aportes de la masa laboral son insuficientes. Es un problema que se viene arrastrando desde gestiones presidenciales pusilánimes que no se atrevían a enfrentar resueltamente semejante anormalidad. En el contexto europeo donde generalmente la edad de retiro rodea los 65 años, en Italia, Holanda y España se elevará a los 67, ergo, el caso de Francia es regalo excepcional.

Sordos a las razones expuestas, millones de manifestantes (70% de la opinión pública) haciendo uso de toda clase de violencias que incluyen incendios y vandalismos varios, se lanzan a las calles durante días enteros promoviendo desórdenes muy parecidos al fatídico “mayo de 1968” que, finalmente, provocó la dimisión del legendario general Charles De Gaulle. Lo que más me llama la atención es observar que en las filas de los revoltosos figura numerosa masa de juventud veinteañera y hasta adolescentes imberbes preocupados desde hoy por sus pensiones cuando lleguen (si acaso llegan) a sexagenarios. Se agrega a ello huelgas casi generalizadas de las centrales obreras, con iguales exigencias para obstruir la vigencia del proyecto de ley que, con menguo apoyo parlamentario (diferencia de nueve votos) tendrá que ser implementado usando el artículo 49.3 de la Constitución que autoriza su promulgación mediante decreto ejecutivo.

El alzamiento ciudadano descrito se inscribe en la concepción de vida del francés que la vi resumida elocuentemente en ese cartel que decía: “Trabajar menos para vivir más”. Es decir, el trabajo para la mayoría de la población gala es percibido como obligación ineluctable y a veces como un martirio, donde se calcula ardorosamente los días que restan a la añorada pensión. Y apenas arriba el ansiado ocio, en cuenta regresiva hacia la muerte inevitable, para ellos recién comenzará la verdadera vida cumpliendo tareas que le gustan, costeándose viajes de destino incierto, pero viajando como pensando “no sé adonde voy, pero siempre llego”. En estas circunstancias, dos años se hacen valiosos y la paciencia está ausente.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.